100. Hedwig and the Angry Inch (2001, John Cameron Mitchell)
Cuando me decido a verla de nuevo, siempre me repito que no puede ser cierto. Eso no es glam. Lo que fue Off-Broadway es sólo un cartoon deshecho. Una pedrada intelectualoide lastimera. Un grito de quien pide trabajo en un país de ciegos. Eso que se ve en la pantalla es puro circo. Una actitud rebelde que tiene firma germana. Un personaje que lo deja todo por cumplir un sueño que apenas tuvo un día antes de su derrota. Una derrota inmensa. Alguien que por darse a la fuga va dejando el rastro de un perfume que nadie en el film quiere reconocer. Hedwig es un fantasma musical antes de ser un fantasma transexual.
Su gira es tan mediocre y triste que hasta su mismos compañeros deciden comer a mitad de un concierto. Se presentan en restaurant bares así que los menús no pueden ser menos agradables y más si se puede manejar un buffette. Hedwig tiene un amante, Yitzhak, que es su mano izquierda y que tiene voz en el grupo (aunque a veces, por cantar, se lleva de regalo un buen putazo) y que vive el infierno en vida de no sentir ni un segundo la dicha de ser una diva. Éste sidekick andrógino no puede jugar con cartas más favorables y decide, en más de una ocasión, abandonarle a su suerte, e irse con el elenco de Rent (con quienes asegura haber firmado). Todo se arregla siempre como si fuera un taller mágico; lo más bajo y más corriente persevera y Yitzhak sucumbe ante los deseos de su mistress, dejando un hueco grande y raro en el guión que yo nunca pude entender.
Pero lo que yo entiendo es solo un mix que viene de un musical. El punto argumental queda de lado cuando se tiene uno de los soundtracks más bellos que ha dado el cine. Juro que si Jesucristo Super Estrella hubiese estado en manos de Stephen Trask, no sólo nos hubiéramos quedado sin una versión soul de Getsemani: la hubiera vuelto un festín de excesos tan bello como el Fantasma del Paraíso. Una tragicomedia apta para verse de noche. Y ahí es donde se siente que la música es quien trata de redimir al héroe. Siendo tan fuerte, los sentimientos están más vulnerables. Sin embargo, Hedwig planea una venganza. Un tal Tommy Gnosis ha hecho temblar la industria discográfica. Es famoso, rico y joven. Hedwig le hizo, le formó, le dio todo. Le puso discos, lo vistió, le escribió sus temas, le creó su nombre. Y a cambio, no tiene el mínimo crédito. La gira ha sido una plataforma para llegar a él. Y la historia le cobra a Tommy sacándole de juego en una movida de ajedrez que en la película podría considerar como una de las partes más graciosas.
Es por eso que me gusta tanto. No es una fábula moderna, ni un drama sobre Berlín, ni siquiera un pictorial sobre el glam rock que se le pudo haber adjudicado a Bowie como gurú. Hedwig and the Angry Inch es una historia de amor llana y sobria sobre lo que siempre se tiene que dejar atrás para poder avanzar. Hay una parte donde la banda está a punto a tocar en un Women's Fair, si mal no recuerdo. Su escenario es casi una caja de madera. Llueve pero en el centro del campo hay un solo fan con un paraguas. Uno solo. Sonríe a cada que se escucha el bullicio que hay atrás, donde verdaderamente están tocando el festival. Hedwig le invita a sentarse junto a él, y empieza a contar la historia de cómo ocurrió. Del por qué está ahí. Y todo se vive como un sueño azul donde hay ruinas, gummy bears, soldados americanos, y penes con suéteres de cuello de tortuga. De tanta acrobacia, la película se cae al final, hay que admitirlo. Pero si eres despistado la vas a disfrutar como yo. Única.
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