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96. Drugstore Cowboy (Gus Van Sant Jr, 1989)

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A Gus Van Sant le vi por vez primera mucho antes de verle un film. Creo que era un documental de los Red Hot Chilli Peppers, y si no me equivoco, un rodaje de Anton Corbjin sobre la creación del Blood Sugar Sex Magik y Van Sant salía en cuclillas tomándole unas fotos a unas fotos(!). Luego supe que las fotos de la portada eran de él -la de las lenguas- y que por ser amigo (ésto como chiste, contado por el mismo Flea) no se le pagó un centavo. Pero se le veía entregado, moviendo el lente, haciendo bromas. Se le veía feliz. De ahí, creo que me puse a buscarle y en todas las revistas que leí en ese entonces se le consideraba el príncipe de lo independiente (dudo quien haya sido el rey). Me fui a casa de Puny y con el título Sexo, Drogas y Rock and Roll, me encontré con Drugstore Cowboy.

Algo que me preocupaba sobremanera era que Gus Van Sant se hiciera viejo. Bueno, viejo no, decrépito. Que empezara de algún modo a cometer y reconocer sus fallas, cuando se notaba que su mano era más libre si trabajaba sobre sus propias herramientas. Sí, una preocupación muy remota y que generalmente -o sólo cuando veía clips ya sea de Roman Coppola y/o Michael Gondry- podría creérmelo sin dejar de imaginarme su ocaso.

Pero ya jugó con las cartas más pequeñas y cerró la puerta. Elephant me puso un cuatro en mi interior. Sabía de antemano que lidiaba con los recursos más bellos del cine: la fotografía. Pero todavía, pensándolo en el ayer, a mi me da mucha comezón el no tener que contar nada y vaciar en un sólo "periodicazo", una anécdota -que vamos, lo es, es terrorífica- 1 hora y 20 minutos de planos secuencia infinitos, donde lo único que te seduce y que sigue siendo de él, son los jóvenes. Ajá, como una constante en su obra, sino vas a ver humanos bonitos, y no hay otra cosa, pierde terreno (le pasó en Psycho, donde siempre que me la topo se me olvida que es de él).

Drugstore Cowboy es un sueño fílmico increíble porque engloba lo más sutil de la america de los setentas (sí, otra vez): las drogas. No hay poema más bello para la época que una línea de speed. Y Matt Dillon, jugándosela en serio con una pandilla de cuatro (Heather Graham, James LeGros, Kelly Lynch), lo sabe y no se detiene a pensar ni tantito. No va a haber un sheriff vestido de enfermero que le detenga en toda la película. Roba para satisfacerse, vender, humillar, y esconderse de la policía. Y lo hace a sabiendas de que no va a haber un futuro liberador y ni siquiera un final feliz. Él sólo ama a su esposa y sabe dónde esconder la mercancía por si hay redada. Y en un dejo infantil muy bien logrado por Van Sant, Matt Dillon intercambia drogas con Max Perlich como si fuera una catafixia callejera: "Tengo dos azules, dos blancas, ¿qué tienes tú?" "Yo tengo speeeeeed".

Casi como la Pandilla Salvaje de Peckinpah, antes de que pueda salir bien el atraco maestro, las cosas se tuercen y Dillon empieza a conjugar bien los verbos y a ver a través de las paredes. Hay una muerte injustificada que te desgarra el corazón, pero para cuando se llega el momento del balance, y las cosas exigen una "segunda opinión", sin menos trabas, Dillon decide disolver la pandilla y hacer lo que hace un junkie desafortunado: desintoxicarse. Hasta ahí, la carrera de excesos de cada uno de los miembros y la humillación que trama minuto a minuto Dillon contra el policía James Remar (ese balazo del vecino a los policías encubiertos), queda como la postal más bella del más bello otoño vivido por cualquier personaje.

Lo demás, antes de convertirse en un discurso moral (otro acierto increíble: no lo hay), aparece William Burroughs con su acento de viejito bíblico, de Matusalén, personificando a un pastor (o sacerdote, da lo mismo) que se convierte en el vecino de Dillon en la clínica de desintoxicación; revisa un sinnúmero de medicinas, fecha de caducidad, marcas, musitando: "ajum, esto es bueno, sí, esto es bueno" y se sienta a orar en voz alta (pero la verdad es que está dando un consejo). Y todo al final, como ya sabemos, todo, se viene abajo sin mayores presiones. Sangre, ambulancias, dolor (un poco, echémosle la culpa al percodan) y recuerdos. El final es tan bello como el principio porque tiene tanta lógica que uno acaba por decir: "ya, ya no más".

Si puedo recordar una imagen de una película, una sola puta imagen, en toda mi vida, se convierte en una de mis favoritas o mejor aún, le defiendo por siempre. Drugstore Cowboy tiene una parte que es cómica por dentro pero si la sumerges en su propio recurso, es aterradora. La imagen de un viaje, en el asiento trasero. La cara de Matt Dillon sudando, pegado a la ventana después de un atraco. Recién se acaba de dar un disparo en el brazo de algún coctel raro de fármacos. Y en la ventana, comienzan a viajar despacio cosas, casas, bicicletas, periódicos, árboles, y lo mejor: vacas. Y Dillon se queda pasmado pero tranquilo. Y su mujer le replica: ¿Carajo, no puedes esperarte a llegar a casa?
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