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84. The Man Without a Past (Aki Kaurismäki, 2002)

jueves, junio 23, 2005
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La idea de una película ambientada en un lugar que no es reconocible ni con una lupa a veces me da pereza. Sobretodo si ese lugar está lleno de elementos subjetivos que nada tienen que ver con el propósito del cine: divertir (véase Lars Von Trier). Procuro dar carpetazo a bodrios que juegan o con lo sobrenatural o con la tragedia. Es un inciso que no puedo separar de mí, ni tratándose de gente como Billie August o Theo Angelopolus. "Si vas a hacer llorar a la gente, hazlo sin remordimiento", siempre pienso lo mismo.

Un hombre que pierde la memoria se encuentra en una encrucijada: entender su vida como un ser humano solitario con muchas esperanzas, o buscar a puños y con mucha vergüenza el por qué el destino le ha dejado en un rincón con perros, policías metiches, bandas de rock cristiano, y el primer amor que salva; el juego, que él interpreta como "el juego de la vida", le hace moverse con confianza a la primera opción, sin contar con que, para ganarse lo que quiere, verá su existencia arrastrarse en una prueba sagrada a la que no podría escapar, aun si así lo quisiera.

La premisa de A man without a past tiene ese cariz de apreciación de la derrota. Es un mapa muy vil y a la vez entrañable. No queremos identificarnos, pero por otro lado, queremos estar ahí. A pesar de que cada uno de sus personajes parece que no quieren tener parte en la trama. Ésto, sin embargo, la convierte en una película muy singular. Porque definitivamente, sino hay nada que los mueva a una acción, lo que nos vincula a nosotros se vuelve más abstracto. O uno opta por compadecerse, o por rendirse. Kaurismäki tiene, dentro de este apartado, un catálogo tan grande como un museo. Su orgullo está compuesto de seres solitarios, innombrables, seres con miedo y con un vigor inexplicable, que si bien han sido bautizados como "personajes de la clase obrera", bien pueden ser "mártires sagrados en busca de la redención".

¿No es extraño, luego de que Douglas Sirk hiciera millones con personajes en la lona, que un finlandes consiga las mismas emociones, y permanezca aislado de la fama? Con Kaurismäki siempre viaja una pandilla de desfavorecidos. Ha sido y será, una galería de lo subterráneo. A él le ha parecido tortuoso llevar lo más infame del ser humano a la pantalla para poder convertirlo en algo bello. Según él, el proceso de dirección es lo más nefasto que un autor pueda experimentar, y el pelear con eso, paradójicamente, le ha llevado a la gloria. El toque en sus películas es divino. Incuestionable. Tanto que su "método" ha sido inspiración para otros grandes cineastas como Jim Jarmusch y Emir Kusturica. Un cine hecho de retazos maquiavélicos a los que, vuelvo a decir, uno no está interesado en conocer.

El sujeto que pide, a cambio de un favor, que sólo le volteen el cuerpo boca arriba, si se le encuentra tirado en la playa, es una de las cosas más aterradoras y bellas que he visto en el cine. Su acercamiento al cristianismo o su "lectura" del hombre nuevo, es algo a lo que uno debe estar preparado. Tener estómago. Kaurismäki se revela como uno de los mejores directores contemporáneos sin tener que recurrir a lo que uno está acostumbrado a ver. Y eso, sin duda, le convierte en un capítulo aparte.

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85. Duel to the Death (Ching Siu-Tung, 1982)

jueves, junio 16, 2005


Duel to the Death, pese a tener toda la apariencia de ser una cinta wuxia más de las que proliferaron a principios de 1980 en Hong Kong, es en realidad una de las propuestas más honestas y serias del cine de acción asiático, superando incluso a las más conocidas obras posteriores de Ching Siu-Tung, A Chinese Ghost Story y Swordsman II. Mientras que estas dos clásicos padecen de las mismas fallas que siempren han acompañado el cine de Hong Kong, el melodrama y el errático, inapropiado humor cantonés de pastelazo, Duel to the Death se maneja con asombrosa dignidad y profundidad. Sigue teniendo inverosímiles elementos fantásticos y una edición algo brusca y apresurada, pero en su mayor parte evita caer en lugares comunes y logra presentar con sinceridad el encuentro violento de dos culturas. Un duelo entre el mejor espadachín de Japón contra el mejor de China en una batalla a muerte se traduce en una maravillosa y fascinante cátedra de las diferencias entre el cine de espadas de Japón y Hong Kong, en técnica, caracterización y espíritu.

El nivel más fácilmente identificable es el de las coreografías. Si bien no es del todo rigurosa, la representación de los dos estilos, el wuxia chino y el chamabara japonés, está lo suficientemente cuidada como para que se distinga claramente la naturaleza de los dos tipos de combate. El estilo de Hashimoto, el participante japonés, es uno de trazos largos, rápidos y fuertes: la espada es un arma letal, hecha para matar de un sólo golpe, preciso y brutal. La espada de Ching Wan, representante de China, revolotea con gracia y agilidad: es un arma hecha para duelear, para probar al enemigo, para combatir, no necesariamente para matar.

Los estilos son sintomáticos de los motivos que impulsan a luchar a los duelistas. Ching Wan desea demostrar que su escuela y su país son los mejores, pero es capaz de entender que el combate es un vehículo para alcanzar un objetivo. Una vez que se desvirtúa el torneo al final de la cinta, Ching Wan reconoce que no tiene sentido seguir con el combate. Pareciera que en comparación Hashimoto está cegado por una obsesión necia de combatir, pero sólo está obedeciendo la más antigua tradición de combate japonés, el bushido. Su educación le ha taladrado en su ser que el combate es lo único que importa, más allá de ideales y razones, pues es la única manera en la que se puede confirmar su honor de guerrero. Con la muerte de su maestro, al inicio de la cinta, queda fuera cualquier posibilidad de que el espíritu de Hashimoto se doblegue. Ching Wan al final sólo busca rescatar a su maestro, tarea más importante que cualquier torneo. Hashimoto no tiene a nadie y no tiene nada que perder, e ignorará cualquier obstáculo que le impida vencer en combate. Al final de la cinta, Ching Wan cree que el duelo no significa nada... pero para Hashimoto, lo significa todo.

Como heraldos icónicos, los personajes de Ching Wan y Hashimoto capturan la esencia del cine de acción de sus respectivos países. Ching Wan es un personaje despreocupado, apacible, quien incluso hace gala de sentido del humor, sobre todo en sus escenas con el anciano que lo crió de pequeño. En la primera ocasión en la que podemos verlo en acción, acompaña sus ataques y acrobacias con una sonrisa... sabe de su superioridad y se divierte en el arte del combate, sin llegar nunca a la arrogancia. Su personaje transmite un espíritu aventurero, y es fácil imaginarlo realizando una proeza heróica tras otra. Pese a ser un guerrero, la sangre de sus enemigos es derramada en nombre de la justicia y el bienestar de sus seres queridos.

Hashimoto, por otro lado, es una figura trágica, seria y melancólica. Su introducción pone en claro que se trata de un hombre de buen corazón, que gusta de divertirse, pero cuyo destino es mucho menos optimista. El combate tiene menos que ver con heroísmo y aventuras, y todo que ver con el honor. De acuerdo al credo con el que rige su vida, deberá sacrificar amigos y seres queridos, incluso a Dios mismo, si se interponen entre él y su victoria.

En mi limitada experiencia con el cine asiático, para mí esta dicotomía sintetiza maravillosamente el espíritu del cine de espadas de ambos países. El cine wuxia es uno lleno de un romanticismo heróico. El cine chambara es uno cargado de drama y destrucción.

Entre los duelistas no existe un héroe y un enemigo, sino dos puntos de vista culturalmente opuestos. Para uno, su contrincante es un hombre cegado por una inexplicable sed de sangre. Para el otro, su oponente es un hombre que prefiere sacrificar su honor por ideales insignificantes. Los dos son personajes carismáticos, hombres buenos, los mejores artistas marciales de su país. Pero, vaya, tienen que hacer lo que tienen que hacer. Y el final, trágico y heróico, destructivo y romántico, es una memorable imagen de terrible belleza silenciosa.

Kurenai :: permalink

86. Shallow Grave (Danny Boyle, 1994)

sábado, junio 11, 2005
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Parece una película de Hallmark, sobre todo en la imagen. Una imagen borrosa como con un velo blanco; una suerte de paño lechoso. Shallow Grave ya tiene 11 años (¡11 años!) y pienso que ha envejecido más de 30. Y creo que ya ni su soundtrack de proto-ravers se salva. Dos de los protagonistas siguen activos. Uno se transformó en jedi sólo por haber sido un poco similar en los ojos a Alec Guinness; hizo, a mi muy humilde parecer, el ridículo más grande de la historia de Star Wars montando una lagartijota para pelear contra un sith que tenía cuatro brazos; el otro, más humilde pero a su vez un demente sin remedio, se convirtió de la noche a la mañana en el nuevo Dr. Who, y parece que no se tocó el corazón al atar a un poste de tendedero a uno de los soldados de sus filas que había sido víctima de un zombie rabioso.

Cuando fui a ver Shallow Grave en el 95 en un cine que ya no existe, me topé con varios amigos de la escuela que se habían brincado unas clases para irse de pinta. Cayeron ahí con la idea del "cine extranjero" es mejor, "es del otro lado del gran charco" y "viene a un espacio alternativo; hay que ir a verla, no se nos vaya a pasar".

La película no fue, ni en el 95, ni ahora, en un esquema que ya es familiar en lugares como la Cineteca, "una película de arte". Era un noir sobado, común y corriente, con actores y actrices (una actriz, que yo recuerdo, bastante fea y huraña, perfectísima para el papel) que no se les auguraba un futuro, y con una puesta en escena austera y "económica": un último piso de un edificio, un bosque, dos o tres sets que simulaban un despacho contable, una biblioteca, una ferretería y un enfriador de carne. Vaya, un pequeño souvenir europeo que se pudiera emparejar a obras filosas como La Heine y Bernie, que también se presentaron (con mucho, mucho éxito) por nuestras salas favoritas.

Pero lo que la hacía especial, antes de que el director acabara con un grupo de no-muertos en una gasolinera y le marcara de por vida a Leonardo Di Caprio en una de sus más espantosas películas, era la rutina cómica, el gancho al hígado, la traición, los sentimientos que antes de ser expuestos, son un muro impenetrable. Danny Boyle redescubrió, con un guión muy parco, la segunda vuelta de aquel "Tesoro de la Sierra Madre" que hizo enloquecer a un Humprey Bogart, y que daría por sentado la perspectiva oscura de un aspecto clásico en el cine mundial: la amistad. Punto que no abandonaría y que abordaría con un filo más urbano y más decadente, en aquella "Trainspotting", donde otra vez el dinero volvía a por lo suyo.

Y ahí es donde siempre me intrigó el ojo clínico con el que Boyle trataba a la violencia, el mismo que abandonaría en "La Playa" y en "A life less ordinary". Quería pasarse de listo todo el tiempo recurriendo a trucos que eran baratísimos, tramposos, pero que en su contexto valían tanto como el mejor Ferrara o el Melville más brutal. Los pozos en el techo, la escena del cuchillo rasgando el plástico donde está envuelta la maleta, el taladro en la sien, el juguete infantil que cae transformándose en una piedra, la toma aérea del cuerpo muerto, el viejo truco del videotape sin sonido, el desmembrabiento desesperado de un cuerpo bajo una luz roja. Sí, un rasgo muy comun en todas partes, pero tratado con una astucia incuestionable.

Por eso Shallow Grave se saca un diez cuando muchas películas del 94 se sacaban un Oscar valiéndose de lo mismo: la sangre, el dinero, la amistad.

Arturo :: permalink