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86. Shallow Grave (Danny Boyle, 1994)

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Parece una película de Hallmark, sobre todo en la imagen. Una imagen borrosa como con un velo blanco; una suerte de paño lechoso. Shallow Grave ya tiene 11 años (¡11 años!) y pienso que ha envejecido más de 30. Y creo que ya ni su soundtrack de proto-ravers se salva. Dos de los protagonistas siguen activos. Uno se transformó en jedi sólo por haber sido un poco similar en los ojos a Alec Guinness; hizo, a mi muy humilde parecer, el ridículo más grande de la historia de Star Wars montando una lagartijota para pelear contra un sith que tenía cuatro brazos; el otro, más humilde pero a su vez un demente sin remedio, se convirtió de la noche a la mañana en el nuevo Dr. Who, y parece que no se tocó el corazón al atar a un poste de tendedero a uno de los soldados de sus filas que había sido víctima de un zombie rabioso.

Cuando fui a ver Shallow Grave en el 95 en un cine que ya no existe, me topé con varios amigos de la escuela que se habían brincado unas clases para irse de pinta. Cayeron ahí con la idea del "cine extranjero" es mejor, "es del otro lado del gran charco" y "viene a un espacio alternativo; hay que ir a verla, no se nos vaya a pasar".

La película no fue, ni en el 95, ni ahora, en un esquema que ya es familiar en lugares como la Cineteca, "una película de arte". Era un noir sobado, común y corriente, con actores y actrices (una actriz, que yo recuerdo, bastante fea y huraña, perfectísima para el papel) que no se les auguraba un futuro, y con una puesta en escena austera y "económica": un último piso de un edificio, un bosque, dos o tres sets que simulaban un despacho contable, una biblioteca, una ferretería y un enfriador de carne. Vaya, un pequeño souvenir europeo que se pudiera emparejar a obras filosas como La Heine y Bernie, que también se presentaron (con mucho, mucho éxito) por nuestras salas favoritas.

Pero lo que la hacía especial, antes de que el director acabara con un grupo de no-muertos en una gasolinera y le marcara de por vida a Leonardo Di Caprio en una de sus más espantosas películas, era la rutina cómica, el gancho al hígado, la traición, los sentimientos que antes de ser expuestos, son un muro impenetrable. Danny Boyle redescubrió, con un guión muy parco, la segunda vuelta de aquel "Tesoro de la Sierra Madre" que hizo enloquecer a un Humprey Bogart, y que daría por sentado la perspectiva oscura de un aspecto clásico en el cine mundial: la amistad. Punto que no abandonaría y que abordaría con un filo más urbano y más decadente, en aquella "Trainspotting", donde otra vez el dinero volvía a por lo suyo.

Y ahí es donde siempre me intrigó el ojo clínico con el que Boyle trataba a la violencia, el mismo que abandonaría en "La Playa" y en "A life less ordinary". Quería pasarse de listo todo el tiempo recurriendo a trucos que eran baratísimos, tramposos, pero que en su contexto valían tanto como el mejor Ferrara o el Melville más brutal. Los pozos en el techo, la escena del cuchillo rasgando el plástico donde está envuelta la maleta, el taladro en la sien, el juguete infantil que cae transformándose en una piedra, la toma aérea del cuerpo muerto, el viejo truco del videotape sin sonido, el desmembrabiento desesperado de un cuerpo bajo una luz roja. Sí, un rasgo muy comun en todas partes, pero tratado con una astucia incuestionable.

Por eso Shallow Grave se saca un diez cuando muchas películas del 94 se sacaban un Oscar valiéndose de lo mismo: la sangre, el dinero, la amistad.
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