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80. Frantic (Roman Polansky, 1988)

jueves, agosto 11, 2005


La primera vez que alquilé Frantic en un videoclub que ya no existe, me quedé dormido mientras la veía. Fue en 1989. Yo iba buscando aquella de Frank Sinatra llamada "The Manchurian Candidate" pero el dueño, un tipo bastante rudo y conocedor, me recomendó eufórico alquilar Frantic, que para variar, ese día tenía 4 copias y todas estaban disponibles, a lo que a mi, por supuesto, me parecio bastante sospechoso. La portada no era atractiva, y los nombres del reparto estaban para llorar (Harrison Ford acababa de hacer "Witness" y Emmanuelle Seigner era una completa desconocida). "Die Hard" estaba de moda, y la mayoría de la gente prefería ver cómo le era cortada la cabeza a Andy García en "Black Rain". Entonces, lo de Frantic era improbable. Todo. Nadie la rentaba, nadie se enteraba, nadie podía darme una opinión.

Después, mucho tiempo después, un amigo me la prestaría en divx. Tenía una especie de introducción de la BBC donde era catalogada como: "el mejor sucesor de Hitchcock en el cine moderno"; las apuestas estaban duras, por los cielos, yo ya quería verla, y encandilarme con ella. Así que me senté frente a la PC, la puse y me gustó. Me gustó mucho. Creí que antes de ser un sucesor, Polansky era un adulador de la obra de Hitchcock, un teórico del suspenso. Los elementos me parecieron genuinos. La parodia americana al juego de palabras frances me daba mucha risa (confundir Gin Tonic con Gym Tonic). La puesta en escena de un París underground lleno de droga y techno me encantó. Los giros tan fatalistas y las caras de desesperación de Ford no sólo me hizo creer que ya no era el Han Solo de toda su filmografía, sino que apenas hasta ese momento lo empecé a considerar como un estupendo actor. Todo tan bien orquestado, tan bien sugerido, tan bien contado, que no pude más que arrepentirme de haberme quedado dormido aquella vez.

Pero creo que al final pude disfrutarla como se debe. En aquel entonces, muchas de las situaciones me hubieran parecido abstractas. El humor y la manera con la que Polansky rueda sus films no es un patrón que muchos siguen hoy en día. Es único. Tiene esa actitud por empeorar los momentos violentos con un sonido fuerte, una iluminación austera, y un terrible, inimaginable, nivel actoral. Explota con una facilidad increíble, momentos que en el guión parecerían a simple vista muy dispersos. La escena de Harrison Ford donde habla con uno de sus hijos es desgarradora, pero la verdad es que es un momento inverosímil si se lee ya escrito. O aquel donde se lía a golpes con uno de los agentes fronterizos y es derribado de un puntapié, no tendría categoría ni de cómica si se planea filmarla en una sola toma. Polansky tiene su propia visión del cine. No recuerdo haber despreciado una película suya. Y no recuerdo tampoco haber sentido antipatía ante alguna de sus historias.

De Frantic no se puede contar nada porque cualquier cosa que salga de cualquiera se convierte de inmediato en un megaspoiler. Si se sabe de dónde parte el punto argumental, la película se te cae de las manos; si llegas con al menos la idea principal, ya llevas ganado mucho terreno, y ya no es tan divertida. Dejémoslo así. Lo que nos deja Frantic, antes de ser (según muchos) una crítica social de dos culturas muy diferentes (una decadente y otra muy ofensiva) es contarte de nuevo una trama que no te deja respirar. Ajá, ese tipo de juegos otra vez. De esos que ya no hay. Polansky se redime después de su jueguito familiar en "Pirates" y se prepararía para hacer el agujero más extraño de su carrera: "Bitter Moon" (que, cabe decirlo, soy también un fan de esa historia); y se convierte, sin pensarlo dos veces, en el hombre más buscado de Estados Unidos por muchas razones. Unas que le rebasan su propia obra, y le alcanzan a su propia persona.

Arturo :: permalink

81. Story of Ricky (Ngai Kai Lam, 1991)

jueves, agosto 04, 2005


Ya no frecuento el cine estos días, porque aparentemente vivimos en una sociedad que considera ir al cine una actividad social. No lo entiendo. "Ir al cine" se ha convertido en el equivalente a "ir a tomar un café", en donde la práctica nominal cuestión es irrelevante, y ofrece sólo un marco en el que se pueden realizar otras actividades. Lo cual es simplemente imperdonable. Trastoca todo el sistema de creencias por el que me rijo, comenzando por aquella que dice que el cine demanda todos nuestros sentidos para envolvernos en una experiencia única, personal, que te aleja por un par de horas de una vida a veces dolorosamente real para ofrecerte una pequeña catársis. Esta comunicación entre obra creativa y espectador se violenta con las carcajadas estúpidas de colegialas aburridas, comentarios ociosos de ancianos que tienen que expresar verbalmente todo lo que les cruza por la mente, y cuchicheos de parejas que sólo buscan un lugar oscuro y fresco para compartir con toda la sala sus muestras de afecto. Es una cachetada a medio trance, una patada a los huevos a las puertas del Nirvana.

Y, sin embargo, hay películas que sólo pueden disfrutarse plenamente en compañía de otra gente, con amigos, con una constante participación verbal. Va sin decirse que aquí se incluyen todas esas películas que de tan malas resultan buenas, donde cualquier intento serio de su parte de comunicar un mensaje quedó sepultado bajo sus deficiencias técnicas. No hay culpa en reír y comentar constantemente sobre las fallas del Star Wars turco, porque nadie en su sano juicio espera encontrar profundidad en algo así. Me gusta llevar estas películas a casas de mis amigos cuando sé que va a haber un grupo grande, porque son experiencias que pueden disfrutarse comunalmente: Manos: The hands of Fate, Robovampire, El tesoro de Bruce Lee, Story of Ricky...

Pero Story of Ricky es diferente. No creo que sea una película mala, sino una tremandamente consciente de lo que es y a quién va dirigida. Es una traducción fiel de la hiperviolencia absurda de un manga, indistinguible de entre otros miles similares, sin ninguna pretensión de dignificarlo o reinventarlo. Si un cuadro del comic describe cómo Ricky le atraviesa la barriga a un enemigo con el puño provocando que le exploten las tripas, el director Ngai Kai Lam hizo todo lo posible por trasladarlo a la pantalla grande con los recursos que contaba: un montón de extras filipinos, látex barato, trucos de cámara y jarábe de maíz teñido de rojo.

La historia es unidimensional, como casi todos los mangas: un misterioso personaje, Ricky, ingresa a una prisión privatizada, donde no puede evitar luchar con toda la injusticia que impera dentro de sus paredes. Bla bla bla, la prisión tiene cuatro minijefes con habilidades especiales, más los dos jefes finales. No hubiera sido un mal videojuego de finales de los ochenta.

El resultado es una fantasía masculina que es a la vez gráfica e infantil, justo en el punto medio al que desean llegar Quentin Tarantino (tímido) y Takashi Miike (extremista). Story of Ricky cuenta con toda seriedad una historia absurda, como si fuera lo más natural del mundo. Lo que encuentro más interesante es que al finalizar la cinta, existe un común acuerdo entre los espectadores que lo que provoca las carcajadas no son los primitivos efectos especiales, sino el inesperado afán de la cinta por lograr una hipérbole realista. Puños, patadas, sangre, ese tipo de cosas son predecibles; pero globos oculares saltando de cuencas, caras arrancadas, estrangulaciones con intestinos, tendones amarrados con los dientes, brazos hechos pulpa de un sólo golpe, son el tipo de maravillas que uno no espera ver en una película de artes marciales. A la media hora de haber iniciado, todo el cuarto estaba atento a la película, deseando saber con qué otro truco iba a salir a continuación.

Story of Ricky no funciona de otra manera. La vi por primera vez en mi cuarto, mientras comía tacos de frijoles con chorizo y repasaba un cargamento de películas que habían llegado ese día de Hong Kong. Las audacias de la película me iban provocando risitas, pero para cuando terminó, me estaba ahogando. No de la risa, no con el chorizo, sino con las posibilidades. Es una película que quieres mostrarle a tus amigos lo antes posible. Es, válgame el cielo, una actividad social, porque la cinta pide a gritos ser vista por jóvenes que aúllen y se retuerzan en el suelo ante sus gracias. Parte de la experiencia es que, una vez terminada la película, te pregunten dónde la conseguiste, mientras los demás se la pasan dicendo “estuvo genial cuando...” para luego estallar de la risa. Es una cinta inclusiva, que descarga todo lo que tiene a cambio de la participación de su audiencia. Sólo así se completa el cuadro.

Pero conste que es la excepción. Si alguien está hablando en el cine y siente un piquete en el cuello, más le vale que vaya a checarse con un doctor y que escarmiente de una vez por todas. Cuidado.

Kurenai :: permalink