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81. Story of Ricky (Ngai Kai Lam, 1991)



Ya no frecuento el cine estos días, porque aparentemente vivimos en una sociedad que considera ir al cine una actividad social. No lo entiendo. "Ir al cine" se ha convertido en el equivalente a "ir a tomar un café", en donde la práctica nominal cuestión es irrelevante, y ofrece sólo un marco en el que se pueden realizar otras actividades. Lo cual es simplemente imperdonable. Trastoca todo el sistema de creencias por el que me rijo, comenzando por aquella que dice que el cine demanda todos nuestros sentidos para envolvernos en una experiencia única, personal, que te aleja por un par de horas de una vida a veces dolorosamente real para ofrecerte una pequeña catársis. Esta comunicación entre obra creativa y espectador se violenta con las carcajadas estúpidas de colegialas aburridas, comentarios ociosos de ancianos que tienen que expresar verbalmente todo lo que les cruza por la mente, y cuchicheos de parejas que sólo buscan un lugar oscuro y fresco para compartir con toda la sala sus muestras de afecto. Es una cachetada a medio trance, una patada a los huevos a las puertas del Nirvana.

Y, sin embargo, hay películas que sólo pueden disfrutarse plenamente en compañía de otra gente, con amigos, con una constante participación verbal. Va sin decirse que aquí se incluyen todas esas películas que de tan malas resultan buenas, donde cualquier intento serio de su parte de comunicar un mensaje quedó sepultado bajo sus deficiencias técnicas. No hay culpa en reír y comentar constantemente sobre las fallas del Star Wars turco, porque nadie en su sano juicio espera encontrar profundidad en algo así. Me gusta llevar estas películas a casas de mis amigos cuando sé que va a haber un grupo grande, porque son experiencias que pueden disfrutarse comunalmente: Manos: The hands of Fate, Robovampire, El tesoro de Bruce Lee, Story of Ricky...

Pero Story of Ricky es diferente. No creo que sea una película mala, sino una tremandamente consciente de lo que es y a quién va dirigida. Es una traducción fiel de la hiperviolencia absurda de un manga, indistinguible de entre otros miles similares, sin ninguna pretensión de dignificarlo o reinventarlo. Si un cuadro del comic describe cómo Ricky le atraviesa la barriga a un enemigo con el puño provocando que le exploten las tripas, el director Ngai Kai Lam hizo todo lo posible por trasladarlo a la pantalla grande con los recursos que contaba: un montón de extras filipinos, látex barato, trucos de cámara y jarábe de maíz teñido de rojo.

La historia es unidimensional, como casi todos los mangas: un misterioso personaje, Ricky, ingresa a una prisión privatizada, donde no puede evitar luchar con toda la injusticia que impera dentro de sus paredes. Bla bla bla, la prisión tiene cuatro minijefes con habilidades especiales, más los dos jefes finales. No hubiera sido un mal videojuego de finales de los ochenta.

El resultado es una fantasía masculina que es a la vez gráfica e infantil, justo en el punto medio al que desean llegar Quentin Tarantino (tímido) y Takashi Miike (extremista). Story of Ricky cuenta con toda seriedad una historia absurda, como si fuera lo más natural del mundo. Lo que encuentro más interesante es que al finalizar la cinta, existe un común acuerdo entre los espectadores que lo que provoca las carcajadas no son los primitivos efectos especiales, sino el inesperado afán de la cinta por lograr una hipérbole realista. Puños, patadas, sangre, ese tipo de cosas son predecibles; pero globos oculares saltando de cuencas, caras arrancadas, estrangulaciones con intestinos, tendones amarrados con los dientes, brazos hechos pulpa de un sólo golpe, son el tipo de maravillas que uno no espera ver en una película de artes marciales. A la media hora de haber iniciado, todo el cuarto estaba atento a la película, deseando saber con qué otro truco iba a salir a continuación.

Story of Ricky no funciona de otra manera. La vi por primera vez en mi cuarto, mientras comía tacos de frijoles con chorizo y repasaba un cargamento de películas que habían llegado ese día de Hong Kong. Las audacias de la película me iban provocando risitas, pero para cuando terminó, me estaba ahogando. No de la risa, no con el chorizo, sino con las posibilidades. Es una película que quieres mostrarle a tus amigos lo antes posible. Es, válgame el cielo, una actividad social, porque la cinta pide a gritos ser vista por jóvenes que aúllen y se retuerzan en el suelo ante sus gracias. Parte de la experiencia es que, una vez terminada la película, te pregunten dónde la conseguiste, mientras los demás se la pasan dicendo “estuvo genial cuando...” para luego estallar de la risa. Es una cinta inclusiva, que descarga todo lo que tiene a cambio de la participación de su audiencia. Sólo así se completa el cuadro.

Pero conste que es la excepción. Si alguien está hablando en el cine y siente un piquete en el cuello, más le vale que vaya a checarse con un doctor y que escarmiente de una vez por todas. Cuidado.
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