94. Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971)
Uno de los openings -que recuerde yo- más lúgubres que he visto en mi vida, es éste en donde Dustin Hoffman llega recien casado a su nueva casa en Inglaterra con su esposa Susan George. Ella, quien en algún tiempo fue la chica popular del pueblito, ahora tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas y adecuarse a vivir toda su vida con un matemático un poco loser y despistado. Afuera, en las cloacas más ruines de la calle, en un bar donde cada personaje tiene una luz aterradora, se encuentra una pandilla de borrachos finísima, que, luego de observar el terreno, han decidido ponerle un cuatro al pobre Dustin, sin intentar siquiera entenderle, saludarle, reír con sus chistes. Punto. Straw Dogs es eso. Si la viéramos en tiempo real, con un satélite, se entendería el por qué del título. Pequeños pedazos de hierba sin alma, que por efecto del aire, se alborotan al primer soplido.
Cuando Sam Peckinpah decidió llevar al cine la novela de Gordon Williams, dijo en una entrevista a un crítico mexicano, que la novela era una porquería pero que sabía muy en el fondo que podía filmar dos o 3 escenas de acción muy buenas. Que lo único rescatable era eso y que podía, en menos de dos horas (118 minutos) establecer la diferencia entre el nerd obstinado americano y el hooligan ebrio inglés. Y aunque hace muchos años que no la veo, sé que en muchos niveles, estaba en lo cierto.
Creo que a Peckinpah siempre le caló tener el lente encima y no quería desperdiciarlo con nimiedades. Era como un rambo ranchero que se la jugó de independiente y le dejó al cine una clase de edición maestra que la repetiría en cada una de sus películas. Por eso, cada film es un campo de batalla abierto. Sangriento y sucio como una guerra. En ésta, lleva a David Sumner (Dustin Hoffman) a encerrarlo en un castillo inglés con su esposa Amy (Susan George) y dejarle a merced de una bandita de wackos rabiosos, que sólo buscan diversión por encima del inocente, diversión por la carne de la doncella (una escena que de recordarla me dan escalofríos), y una extraña pero muy justa venganza de honor.
Es extraño el hecho de que, luego de demostrar ser el más imbécil de los imbéciles, el personaje en cuestión deje la ratonera para volverse más vil, volver a ella, atrincherarse, y sufrir por matar y no lo contrario. Peckinpah hierve los nervios del hombre moderno hasta hacerlo estallar. Prácticamente sin armas, el ingenio casero se apodera de la historia, y el aceite hirviendo, los alambres de púas, y una bella y gigantesca trampa para osos, hacen el trabajo cavernario más exacto que se ha visto en el cine. ¿Por qué me van a joder la luna de miel? Una pregunta que vuela en el aire en cada cuadro de la secuencia final, como una voz en off que prácticamente no está, pero es tan claro sentirla.
Cuando pienso que me gusta más que otras de sus pélículas que iban encaminadas al western, es quizá por la sencilla razón de competencia que tuvo con otras dos películas del 71 que fueron el margen de la violencia en esa época: Dirty Harry y A Clockwork Orange. Ambas geniales, pero con una minimización del género negro por encima del héroe (la primera) y una adaptación torcida con soundtrack arrebatador (la segunda); quizá en lo único que adolece Straw Dogs es en su forma: oscura y descuidada. Pero lo que la hace más fuerte es lo que uno más teme. Y eso no se ve ni siquiera ahora: el interior humano. El más negro, el más inverosímil.