89. Aladdin (Ron Clements y John Musker, 1992)
De vez en cuando veo una película que me hace pensar que el cine ha sido, históricamente, una herramienta brutalmente desaprovechada. Películas así forman parte de un minúsculo grupo que explota y derrocha la famosa "magia del cine".
Ya se imaginarán a dónde se dirige esto.
Dejemos sola a la cinematografía tradicional, por el momento, que tiene suficientes problemas con la plaga que es Dogma 95 y similares. La animación, clásica o computarizada, aparentemente avanza a pasos agigantados hacia lo que considero un callejón sin salidad evolutivo. Final Fantasy: The Spirits Withtin, con su apretada atención al detalle e incomprensible afán por el realismo, es el mejor ejemplo del lamentable descarrilamiento que la industria de la animación ha tomado. Incluso historias de fantasía como Shrek o Finding Nemo tratan de establecer sus situaciones en un mundo sólido, realista y lógico. Bleh.
No me agrada esta situación. Lo acepto cuando se trata de una elección estética, como es el caso de Grave of the Fireflies. Pero Spirit, Road to El Dorado, Simbad y otras tantas no tienen excusa: son comer sólo ensalda en buffet de todo lo que pueda consumir. Son jugar con una corneta cuando se tiene a disposición toda una juguetería. Son... un desperdicio.
Aladdin me recuerda a un par de cortos de Mickey Mouse de finales de los 20, en particular The Barn Dance. En este corto, Mickey baila pésimamente con Minnie, aplastándole, inmisericordemente y sin darse cuenta, el pie y luego la pierna, machucándola hasta dejársela larguísima. Para arreglar esto, Minnie agarra su pierna de dos metros y le hace un nudo, para luego cortar el sobrante. Me emociona bastante este tipo de cortos. Los pioneros del cine tenían la idea correcta: los dibujos animados abrieron de repente un mundo lleno de posibilidades, rompiendo barreras que la logística de la cinematografía había establecido incluso en esa era temprana. Ahora se podían crear mundos donde las mesas bailaban y los pianos tenían ojos. Como si fuera magia.
A muchos no les agrada Robin Williams como comediante (y menos como actor dramático), pero no puedo pensar en un mejor motor para el experimento creativo que acabó siendo el personaje del Genio. El Genio es lo que resulta de traducir el ritmo de ametralladora de Williams a un nivel literal, lo cual debió ser el sueño de cualquier animador. Si imita a Arnold Schwarzenegger, el Genio aparece como una masa de músculos con acento austriaco. Cuando hace un comentario a la Rodney Dangerfield, se le saltan los ojos y se afloja una corbata. Y así, el personaje es materia maleable de mil rostros y mil formas: un segundo es Jack Nicholson y al siguiente es un submarino alemán. Aunque la naturaleza del personaje se debe a que es un ser imposible, estoy casi seguro de que los creadores de la cinta se entusiasmaron con el concepto que tenían en sus manos. Quizá pensaron que nunca tendrían el mismo nivel de libertad, y decidieron hacer al Genio la estrella de la cinta.
Sólo hasta que la volví a ver esta semana, para tenerla fresca al momento de escribir, me di cuenta de que el Genio aparece por primera vez hasta poco después de la media hora. Escogí a Aladdin principalmente porque rescataba algo que se había perdido en el mundo de la animación por varias décadas. Pero todo lo demás que no tiene nada que ver con el Genio es sorprendentemente sólido. La historia de Aladdin es sencilla, como si le hubieran sido esculpidas capas de elementos innecesarios hasta dejarla en una fábula eterna con un mensaje muy sencillo.
A diferencia del drama isabelino en tres actos de The Lion King, Aladdin está, en forma y fondo, apegada a los fundamentos de la comedia romántica. Para acercarse a la princesa, Aladdin finje ser alguien que no es. El punto de conflicto se da cuando la mentira ha sido llevada demasiado lejos, pero en lugar de que Meg Ryan arme un berrinche quejándose de la falta de honestidad (siendo que sin la mentira jamás se hubiera dado el acercamiento), se abre una oportunidad para que el villano se apodere de la lámpara, de la princesa, y usurpe el trono. Aladdin es expulsado del reino y va a dar a una helada esquina del mundo donde casi pierde la vida. ¿Cómo arreglar todo este lío, en el que se metió por hacerse pasar por alguien más?
Pues sí, duh. Lo hemos visto mil veces. Pero Aladdin lo cuenta con tanta sinceridad, sin mayores pretensiones, que lo aceptamos una vez más. La pequeña anécdota sin complicaciones alcanza un desarrollo y cierre más que satisfactorios, y permite más tiempo en pantalla al Genio y los números musicales, que son los mejores de una película de Disney. Y todo esto es bueno. Todas las películas deberían poner énfasis en lo que la vida diaria no puede darnos. Tanta gente parece fascinada con cintas como María llena eres de gracia o Voces Inocentes. ¿Por qué la gente va a ver realidad al cine? No puedo evitar sentir que todo estos dramones que sólo se sustentan en presentar "la problemática social de x" merecen quedarse en el género del documental. Me parece un escupitajo a la larga tradición de entretenimiento del cine, una donde Jackie Chan se revolcó en brasas ardiendo para Drunken Master II, o donde Buster Keaton arrojó un tren al vacío en The General.
Gente, en algún lugar, en este momento, están proyectando Team America y Kung Fu Hustle. No pierdan el tiempo con la realidad. El cine no se hizo para eso.