77. Bubba Ho-Tep (Don Coscarelli, 2002)
¿Quién era tu abuelo?
Siempre he pensando que es una cruel realidad de la vida que, al momento de tener hijos, hombres y mujeres deben dejar de lado su identidad, su egoismo, para centrar el universo ya no en ellos mismos, sino en sus retoños. Si quieren ser moderadamente buenos padres, al menos. De ahí en adelante, la mayoría de las cosas que hagan no serán en beneficio propio, sino para ayudar a sobrevivir a sus hijos hasta que ellos puedan valerse por sí mismos. De que existe un grado de satisfacción en este hecho, no me queda duda; de hecho muchos dirán que la recompensa es mucho meyor que lo que se deja atrás. Pero no puedo dejar de pensar que a menudo la paternidad viene acompañada con el abandono de sueños, de dejar de ser uno mismo para ser conocido sólo como el padre de alguien más.
Y bestias egoístas como somos los hijos, partimos de su lado después de casi haberlos secado por completo. No hay muchas posiilidades de que todos esos planes que hicieron a un lado cuando nacimos puedan reanudarse, primero porque quizá carecen del ímpetu loco de la juventud, pero principalmente porque la crianza los ha sujetado a un estilo de vida dificil de sacudir. Por años se dedicaron a nosotros, y de pronto, aun seamos los hijos más amorosos del mundo, ya no cuentan con nosotros... ni consigo mismos. Cuando el rol de padre se acaba, para la mayoría de ellos sólo resta esperar el rol del abuelo... si bien les va.
Y llegamos al mundo conociendo a nuestros abuelos sólo como eso. Llegamos demasiado tarde como para saber que a la abuela le gustaba escribir poemas a los quince años. Quizá encontremos indicios de que el abuelo tenía una papelería, pero nos será más difícil saber que de niño lo que más quería era ser doctor. Si nos va bien, conoceremos sólo bondad y mimos, y si nos va mal quizá suframos varios años temiendo la sombra de un hombre hosco e imponente. Pero es raro que se nos cruce en la cabeza que ello alguna vez fueron jóvenes como uno, de quienes se podía decir algo más que son los padres de nuestros padres.
Bubba Ho-Tep es un cuento agridulce que no le gustó a casi nadie porque era demasiado serio y profundo para una filme de fantasía, y demasiado bizarro y descabellado para ser aceptado como drama. En la cinta, Bruce Campbell interpeta a Elvis Presley, quien en realidad no murió, sino que pasa aburrido los últimos días de su vida en un asilo para ancianos. Desde luego, nadie le cree: todos saben que él es en realidd Sebastian Haff, un talentoso imitador de Elvis que vino a caer al asilo tras lastimarse la cadera durante una presentación. No ayuda el hecho de que la única persona que le cree que es Elvis es un compañero de asilo, negro, en silla de ruedas, llamado John F. Kennedy, quien también afirma que los libros de historia están equivocados: la CIA lo escondió, le cambió el color de la piel, y le llenó de aserrín el hueco que la bala le dejó en el cráneo.
No sólo tienen en común el hecho de que nadie cree sus verdaderas identidades: juntos descubren que al asilo ha llegado una momia egipcia que se alimenta de las almas de los ancianos que habitan en éste.
Desde luego, con sólo este sumario cualquiera esperaría una divertida comedia de terror similar a Evil Dead. Pero hasta ahí llega lo inverosímil del escenario: la cruzada de Elvis y Kennedy por derrotar a una momia en un asilo para ancianos se desarrolla en un tono reflexivo y melancólico, y aunque nunca se toma demasiado en serio, realmente nunca alcanza los niveles de comedia histérica que muchos esperaban después de ver los primeros trailers.
Inicia, de hecho, de manera muy deprimiente. El punto de vista de Elvis no ha de ser distinto al de muchos ancianos: relegados casi las 24 horas a una cama, viendo las mismas cuatro paredes todo el día, sin que nada varíe nunca y los días se escurren rápidamente sin propósito alguno. De vez en cuando alguien llega a darle cuidados hablándole como a un crio de pecho, a darle la papilla en la boca, a cambiarle los pañales. Es evidente que muchos de los ancianos del asilo se han dado por vencidos, y sólo viven en nombre, porque lo que realmente hacen es esperar el fin. Pero a Elvis algo todavía lo carcome por dentro. Como dice Richard Farnsworth en The Straight Story: "lo peor de ser viejo es recordar cuando fuiste joven", y Elvis puede recordar cuando lo tenía todo. Lo llena de amargura el saber que pasa sus días postrado, olvidado, con todos esos recuerdos, sabiendo quién es él, pero tratado como un estorbo más al que hay que cuidar como infante.
La momia se roba las almas de los ancianos, explica Kennedy, porque no encuentra resistencia alguna.
Cuando Elvis se lanza a la caza de este espectro chupa-almas, con todo y andador por su cadera mala, es una imagen poderosísima. Declara: "¡No me voy a quedar quietecito, inválido para que me lleven, porque no estoy muerto!" Todas esas cosas que fue alguna vez, no hay razón para dejar de serlas. Sigue siendo él, Elvis, y desde luego que puede patearle el trasero a una momia milenaria. Mi parte favorita es cuando se encuentra fuera del asilo, investigando las razones por las que la momia ha llegado justamente a su asilo. Una enfermera le habla con tono condescendiente: "Ándele señor Haff, no ande jugando el valiente, metase que le va a dar gripa". Elvis explota y le ordena que le deje de tratar como a un bebé, y la enfermera palidece y se marcha indignada. Cuántos hombres en el final de su vida han tenido que aceptar convertirse en un chiste, un ser inofensivo que no puede valerse por si mismo, y al mismo tiempo recordar todavía el haber luchado en la guerra o todas las mujeres que conquistaron. ¿Qué cambió? ¿Deja uno de ser todo eso hacia el final? Puede que el cuerpo ceda y nos traicione, pero ¿la voluntad de ser y hacer tiene que derrumbarse también?
Es una broma cruel, el tener que abandonar tanto para dedicarnos a crear nuevas generaciones, para que al final esas mismas generaciones nos hagan de lado, se rían, se harten de uno. ¿Cuál es la solución, no tener hijos? No, simplemente... no olvidar. Al final de la vida tener el orgullo suficiente para definirnos como algo más que un sector demográfico o el pariente de alguien más. Y tratar de ver en ellos el pedazo de vida que se quedó guardado cuando graciosamente nos cedieron su lugar en esta vida.