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93. Grave of the Fireflies (Isao Takahata, 1988)

sábado, octubre 23, 2004


Grave of the Fireflies es una de esas películas que toda persona debe ver al menos una vez en su vida. La mayoría, sin embargo, la verá una vez y probablemente querrá dejarlo así. Es una de las cintas más emocionalmente desgastantes al verla por primera vez; comenzar a verla una segunda vez, sabiendo todo lo que va a suceder con Seita y Setsuko, es demasiado. Demasiado. He derramado lágrimas por acaso una docena de películas, pero ésta es la única que me hace berrear incontrolablemente.

De hecho, me hace considerar el asunto de la responsabilidad social del cine. Digo, siempre he pensado que una película no tiene por qué ser nada más que arte y entretenimiento. Pero al terminar los créditos uno apaga la tele, y piensa que historias como ésta no es posible que sucedan. Pero inmediatmente después te llega el golpe: claro que suceden. Muy probablemente están sucediendo en este preciso momento.

La cinta trata sobre dos hermanitos japoneses que quedan huérfanos durante la Segunda Guerra Mundial. Es una película cruda, difícil, desgarradora... pero ya sé lo que se están imaginando. Nadie los viola, nadie los golpea, nadie los tortura o apresa. No, su historia es más real, y menos manipuladora que otras películas que tratan de capturar "los horrores de la guerra", como Schindler's List o Saving Private Ryan. Aparentemente Spielberg, al igual que Mel Gibson, no conoce otro dolor mas que el físico. El cuento de Grave of the Fireflies asemeja una daga que se va introduciendo lentamente en el pecho, y luego comienza a dar vueltas con igual lentitud, impasible y fría, hasta que te ha drenado por completo.

Ahora bien, no es un retrato sadista de princio a fin: existen breves momentos de felicidad, de inocencia pura, donde el amor de los dos hermanos es un rayo de luz que brilla entre tanta miseria. Y ése es quizá el mayor acierto de la cinta: no importa qué tan pequeño, inocente o dulce seas, la guerra te va a alcanzar. Los dos niños sufren las consecuencias de un odio que no tiene nada que ver con ellos. Carecen completamente de culpa, pero se trata de exactamente lo mismo que logró que Evil Dead fuera tan terrorífica en su momento: los personajes no hicieron nada para merecer tanto horror en sus vidas.

Setsuko, la niña de cuatro años, es posiblemente el personaje más real que haya visto en el cine, animado o no (obviamente, en su lenguaje original). Actúa con la misma ingenuidad, candor y curiosidad con la que lo haría una niña real de su edad. La película es impresionantemente honesta en todos sus detalles, quizá porque está basada en la historia real de un señor llamado Akiyuki Nosaka. No hay sentimentalismo ni patetismo en el recuento de su lucha por proveer para él y su hermana, en un mundo donde sólo se tenían el uno al otro.

Creo que es la película que más me ha dolido. De hecho, funciona como excelente medidor para ver cuánto lo ha desensibilizado a uno tanto gore y violencia. Si ver Grave of the Fireflies no te provoca nada, felicidades amigo: has perdido tu alma para siempre.

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94. Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971)

martes, octubre 19, 2004
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Uno de los openings -que recuerde yo- más lúgubres que he visto en mi vida, es éste en donde Dustin Hoffman llega recien casado a su nueva casa en Inglaterra con su esposa Susan George. Ella, quien en algún tiempo fue la chica popular del pueblito, ahora tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas y adecuarse a vivir toda su vida con un matemático un poco loser y despistado. Afuera, en las cloacas más ruines de la calle, en un bar donde cada personaje tiene una luz aterradora, se encuentra una pandilla de borrachos finísima, que, luego de observar el terreno, han decidido ponerle un cuatro al pobre Dustin, sin intentar siquiera entenderle, saludarle, reír con sus chistes. Punto. Straw Dogs es eso. Si la viéramos en tiempo real, con un satélite, se entendería el por qué del título. Pequeños pedazos de hierba sin alma, que por efecto del aire, se alborotan al primer soplido.

Cuando Sam Peckinpah decidió llevar al cine la novela de Gordon Williams, dijo en una entrevista a un crítico mexicano, que la novela era una porquería pero que sabía muy en el fondo que podía filmar dos o 3 escenas de acción muy buenas. Que lo único rescatable era eso y que podía, en menos de dos horas (118 minutos) establecer la diferencia entre el nerd obstinado americano y el hooligan ebrio inglés. Y aunque hace muchos años que no la veo, sé que en muchos niveles, estaba en lo cierto.

Creo que a Peckinpah siempre le caló tener el lente encima y no quería desperdiciarlo con nimiedades. Era como un rambo ranchero que se la jugó de independiente y le dejó al cine una clase de edición maestra que la repetiría en cada una de sus películas. Por eso, cada film es un campo de batalla abierto. Sangriento y sucio como una guerra. En ésta, lleva a David Sumner (Dustin Hoffman) a encerrarlo en un castillo inglés con su esposa Amy (Susan George) y dejarle a merced de una bandita de wackos rabiosos, que sólo buscan diversión por encima del inocente, diversión por la carne de la doncella (una escena que de recordarla me dan escalofríos), y una extraña pero muy justa venganza de honor.

Es extraño el hecho de que, luego de demostrar ser el más imbécil de los imbéciles, el personaje en cuestión deje la ratonera para volverse más vil, volver a ella, atrincherarse, y sufrir por matar y no lo contrario. Peckinpah hierve los nervios del hombre moderno hasta hacerlo estallar. Prácticamente sin armas, el ingenio casero se apodera de la historia, y el aceite hirviendo, los alambres de púas, y una bella y gigantesca trampa para osos, hacen el trabajo cavernario más exacto que se ha visto en el cine. ¿Por qué me van a joder la luna de miel? Una pregunta que vuela en el aire en cada cuadro de la secuencia final, como una voz en off que prácticamente no está, pero es tan claro sentirla.

Cuando pienso que me gusta más que otras de sus pélículas que iban encaminadas al western, es quizá por la sencilla razón de competencia que tuvo con otras dos películas del 71 que fueron el margen de la violencia en esa época: Dirty Harry y A Clockwork Orange. Ambas geniales, pero con una minimización del género negro por encima del héroe (la primera) y una adaptación torcida con soundtrack arrebatador (la segunda); quizá en lo único que adolece Straw Dogs es en su forma: oscura y descuidada. Pero lo que la hace más fuerte es lo que uno más teme. Y eso no se ve ni siquiera ahora: el interior humano. El más negro, el más inverosímil.

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95. Jacob's Ladder (Adrian Lyne, 1990)

martes, octubre 12, 2004


Mientras escribo esto, aparentemente está en producción una versión cinematográfica del videojuego Silent Hill. No sé si los encargados del proyecto tengan en cuenta que ya existe Silent Hill: The Movie. Fue hecha en 1990 por Adrian Lyne, y se llama Jacob's Ladder. De hecho, Silent Hill 3 no es sino un desvergonzado homenaje a esta cinta (plagio suena muy fuerte), al punto de replicar cuadro por cuadro algunas de sus escenas más atemorizantes.

Pero más allá de sus similitudes estilisticas, ambas obras comparten una idea que no me explico por qué no es explotada más seguido en el cine de terror: la perenne pesadilla, en la que la realidad se confunde con un ensueño infernal. Siempre he pensado que la mejor manera de meter terror en el corazón de una persona, es quitándole todas sus seguridades, dejarlo completamente vulnerable, sin nada a que sujetarse. "La realidad" deja de ser un refugio para Jacob, el protagonista, ya que en cualquier segundo un día normal comienza a plagarse de visiones siniestras que lo obligan a despertar; pero antes de que pueda decir con alivio "sólo fue un sueño", un hombre sin rostro lo espera al pie de la cama. Así, continuamente, y parece que la pesadilla nunca va a terminar...

Quizá esa es la razón por la cual no se utiliza tanto este camino en el cine de terror: no sólo le desgracian la noción de lo que es real al protagonista, sino también al espectador. A mi me fascinó la cinta, de verdad, y más cuando la ves completa y al final todo comienza a encajar; pero no es difícil toparse con alguna reseña negativa que la tache de confusa y frustrante. No sólo eso, sino que hay quien la acusa de tramposa por el hecho de tirar por la ventana la única explicación racional de las alucinaciones de Jacob. Este movimiento de la película no sólo me pareció gracioso sino brillante. Gracioso, porque una vez más le arrebata a la audiencia la única esperanza de tener una respuesta segura al acertijo. Genial, porque me parece que en Jacob's Ladder tenemos uno de los pocos flash-forwards (el único que yo he visto, seguro) en la historia del cine.

No sé, quizá tuve la suerte de haber leído An Ocurrence at Owl Creek Bridge de Ambrose Bierce y El milagro secreto de Jorge Luis Borges con anterioridad (ambas historias se encuentran en línea, por cierto), y por ello no me pareció tan confuso el acto de prestidigitación del guionista, Bruce Joel Rubin. Todo lo contrario, me pareció maravilloso. Sólo se necesita prestarle un poco de atención, especialmente a los diálogos del quiropráctico, y la cinta se resuelve sola en su última escena: un cuadro que reúne un abrumador sentimiento de tragedia y catarsis por igual.

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96. Drugstore Cowboy (Gus Van Sant Jr, 1989)

jueves, octubre 07, 2004
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A Gus Van Sant le vi por vez primera mucho antes de verle un film. Creo que era un documental de los Red Hot Chilli Peppers, y si no me equivoco, un rodaje de Anton Corbjin sobre la creación del Blood Sugar Sex Magik y Van Sant salía en cuclillas tomándole unas fotos a unas fotos(!). Luego supe que las fotos de la portada eran de él -la de las lenguas- y que por ser amigo (ésto como chiste, contado por el mismo Flea) no se le pagó un centavo. Pero se le veía entregado, moviendo el lente, haciendo bromas. Se le veía feliz. De ahí, creo que me puse a buscarle y en todas las revistas que leí en ese entonces se le consideraba el príncipe de lo independiente (dudo quien haya sido el rey). Me fui a casa de Puny y con el título Sexo, Drogas y Rock and Roll, me encontré con Drugstore Cowboy.

Algo que me preocupaba sobremanera era que Gus Van Sant se hiciera viejo. Bueno, viejo no, decrépito. Que empezara de algún modo a cometer y reconocer sus fallas, cuando se notaba que su mano era más libre si trabajaba sobre sus propias herramientas. Sí, una preocupación muy remota y que generalmente -o sólo cuando veía clips ya sea de Roman Coppola y/o Michael Gondry- podría creérmelo sin dejar de imaginarme su ocaso.

Pero ya jugó con las cartas más pequeñas y cerró la puerta. Elephant me puso un cuatro en mi interior. Sabía de antemano que lidiaba con los recursos más bellos del cine: la fotografía. Pero todavía, pensándolo en el ayer, a mi me da mucha comezón el no tener que contar nada y vaciar en un sólo "periodicazo", una anécdota -que vamos, lo es, es terrorífica- 1 hora y 20 minutos de planos secuencia infinitos, donde lo único que te seduce y que sigue siendo de él, son los jóvenes. Ajá, como una constante en su obra, sino vas a ver humanos bonitos, y no hay otra cosa, pierde terreno (le pasó en Psycho, donde siempre que me la topo se me olvida que es de él).

Drugstore Cowboy es un sueño fílmico increíble porque engloba lo más sutil de la america de los setentas (sí, otra vez): las drogas. No hay poema más bello para la época que una línea de speed. Y Matt Dillon, jugándosela en serio con una pandilla de cuatro (Heather Graham, James LeGros, Kelly Lynch), lo sabe y no se detiene a pensar ni tantito. No va a haber un sheriff vestido de enfermero que le detenga en toda la película. Roba para satisfacerse, vender, humillar, y esconderse de la policía. Y lo hace a sabiendas de que no va a haber un futuro liberador y ni siquiera un final feliz. Él sólo ama a su esposa y sabe dónde esconder la mercancía por si hay redada. Y en un dejo infantil muy bien logrado por Van Sant, Matt Dillon intercambia drogas con Max Perlich como si fuera una catafixia callejera: "Tengo dos azules, dos blancas, ¿qué tienes tú?" "Yo tengo speeeeeed".

Casi como la Pandilla Salvaje de Peckinpah, antes de que pueda salir bien el atraco maestro, las cosas se tuercen y Dillon empieza a conjugar bien los verbos y a ver a través de las paredes. Hay una muerte injustificada que te desgarra el corazón, pero para cuando se llega el momento del balance, y las cosas exigen una "segunda opinión", sin menos trabas, Dillon decide disolver la pandilla y hacer lo que hace un junkie desafortunado: desintoxicarse. Hasta ahí, la carrera de excesos de cada uno de los miembros y la humillación que trama minuto a minuto Dillon contra el policía James Remar (ese balazo del vecino a los policías encubiertos), queda como la postal más bella del más bello otoño vivido por cualquier personaje.

Lo demás, antes de convertirse en un discurso moral (otro acierto increíble: no lo hay), aparece William Burroughs con su acento de viejito bíblico, de Matusalén, personificando a un pastor (o sacerdote, da lo mismo) que se convierte en el vecino de Dillon en la clínica de desintoxicación; revisa un sinnúmero de medicinas, fecha de caducidad, marcas, musitando: "ajum, esto es bueno, sí, esto es bueno" y se sienta a orar en voz alta (pero la verdad es que está dando un consejo). Y todo al final, como ya sabemos, todo, se viene abajo sin mayores presiones. Sangre, ambulancias, dolor (un poco, echémosle la culpa al percodan) y recuerdos. El final es tan bello como el principio porque tiene tanta lógica que uno acaba por decir: "ya, ya no más".

Si puedo recordar una imagen de una película, una sola puta imagen, en toda mi vida, se convierte en una de mis favoritas o mejor aún, le defiendo por siempre. Drugstore Cowboy tiene una parte que es cómica por dentro pero si la sumerges en su propio recurso, es aterradora. La imagen de un viaje, en el asiento trasero. La cara de Matt Dillon sudando, pegado a la ventana después de un atraco. Recién se acaba de dar un disparo en el brazo de algún coctel raro de fármacos. Y en la ventana, comienzan a viajar despacio cosas, casas, bicicletas, periódicos, árboles, y lo mejor: vacas. Y Dillon se queda pasmado pero tranquilo. Y su mujer le replica: ¿Carajo, no puedes esperarte a llegar a casa?

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97. Blue Spring (Toshiaki Toyoda, 2001)

martes, octubre 05, 2004


Como muchos otros, tengo mis opiniones sobre la cultura japonesa. En el pasado he hecho arriesgadas aseveraciones sobre su psique nacional y, más que nada, de la situación que viven los jóvenes japoneses hoy en día. Con el tiempo he aprendido que tratar de identificar los problemas de una nación en algunas pinceladas de psicoanálisis no sólo es pretencioso, sino ofensivo. Después de todo, a mí me enojaría que un extranjero que no sabe nada de la realidad de México viniera y declarara que es un país de mediocres. Por supuesto, México es un país de mediocres; pero tienes que haber vivido toda tu vida aquí para poder decir algo así con plena seguridad.

Así que el poder secreto de Blue Spring no reside en su habilidad de poder explicar los problemas de la juventud japonesa, sino en la sencillez con la que logra capturar un asunto universal, que rebasa cualquier frontera: el punto de encrucijada de cualquier joven, en el que debe decidir qué es lo que quiere hacer con su vida. Decisiones, Blue Spring trata mucho sobre decisiones.

Para mucha gente es sencillo, y ni siquiera llega a ser un problema. Algunos hacen lo que les gusta, y otros hacen lo que su talento les dicte. No es tanto un problema de empleo, sino de lograr una identidad a través de lo que uno se dedique. Es una efectiva máscara que nos salva de ahondar más en un tema macabro. "¿Quién es él?" "Es un escritor/abogado/deportista". Es un escape. Después de todo, la pregunta es "¿quién eres?" no "¿qué haces?".

La cuestión no fue sencilla para mí. No le di mucha importancia, pero por mucho tiempo no supe qué hacer con mi vida. No es que no tuviera opciones; si acaso, tenía demasiadas. Pero el camino para mí no estuvo marcado desde el principio. Tampoco para el protagonista de la película, Kujo.

La cinta comienza con un Kujo despreocupado ganando una competencia de riesgo, convirtiéndose así en el nuevo líder de una anárquica high school. Kujo tiene talento para esto, pero realmente no le interesa mucho mantener su reinado, e incluso llega a detestar el rol que no le había costado nada adquirir. A menudo le pregunta a Aoki, su mejor amigo, qué es lo que va a hacer una vez termine la escuela. A Aoki siempre le confunde el comportamiento de Kujo. Kujo tiene talento para poder hacer cualquier cosa, de pandillero a futbolista a dibujante. Aoki, que no tiene talento para nada, daría lo que fuera po estar en la posición de su amigo.

Mientras tanto, en toda la escuela vemos a otros chicos tomando decisiones. Uno acaba de perder su carrera como beisbolista, y al sentir que esa era su única manera de tener éxito en la vida, se rinde y se va con los yakuzas. Otro toma un rol de justiciero que le trae malas consecuencias. Otro, que por una enfermedad le quedan pocas semanas de vida, se dedica a cuidar los árboles de cherry blossom, hasta que un día simplemente amanece su pupitre con una flor. Los demás, se disputan desesperadamente el lugar de Kujo.

Para ser una escuela aparentemente sumida en la anarquía, está poblada por individuos que buscan un lugar, que quieren pertenecer. La misma estructura pandilleril de la escuela, con sus ceremonias y duelos de poder, no se aleja demasiado la de cualquier empresa u organización.

Pero Kujo no sabe qué decisión tomar. Y en el momento en el que abandona su posición en la estructura, no sólo deja atrás su supuesta identidad, sino que deja detrás a Aoki, que lo había seguido y admirado como jefe de la banda.

Es hacia el final cuando uno, como Kujo, comienza a ver que, preocupados por el tema de la búsqueda y las decisiones, no nos dimos cuenta de que había algo tanto o más importante moviéndose detrás de todo esto. Y para entonces, ya es muy tarde.

La oposición de talento (Kujo) y voluntad (Aoki) encontraría un eco dramático similar al que existe entre Smile y Peco en Ping Pong (2002). No es extraño, puesto que ambas cintas están basadas en mangas de Taiyo Matsumoto. Existe una envidia en Aoki que explota cuando Kujo se desentiende de su rol. Para Aoki está claro lo que quiere, pero no tiene la facilidad de Kujo, y resiente el desperdicio, a la Amadeus (1984). Pero en Ping Pong, la amistad lograba cerrar el abismo que existía entre las habilidades de Peco y Smile. Blue Spring, es casi el opuesto exacto.

A mi siempre me han interesado mucho los finales de las películas. Si el final es bueno, eso dice mucho de la película en general. Por ello, las ultimas secuencias de Blue Spring son uno de los mayores logros del cine que he tenido la felicidad de experimentar. Desde el hecho de que la cinta termina en el exacto lugar donde comienza, hasta el desgarrador tema "Drop" de Thee Machine Gun Elephant, el final es absolutamente exquisito. En el montaje de imágenes que acompañan el mazazo que Kujo recibe al final, una flor abre sus pétalos en toda su gloria, y ese toque lo dijo todo para mí. Blue Spring es una historia amarga y triste, contada de una manera muy, muy hermosa.

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98. Edward Scissorhands (1990, Tim Burton)

domingo, octubre 03, 2004
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Sobre Burton pende un hacha de esas que van como un péndulo y que están bajando poco a poco y que generalmente siempre vienen acompañadas de un reloj de arena que se vacía a una velocidad ridícula. Si no hace un movimiento rápido, está acabado. Así que olviden todo lo demás. Ésta es la obra maestra de Burton por muchas razones. La principal es que vino después de Batman, el fracaso de su primer matrimonio, y de su loca carrera por ganar dinero; es decir, fue más que una pausa admirable para contar un relato de hadas o más que un retrato artístico de la infancia. Quería dejar testamento de que era alguien único en un ambiente de blockbusters. Y lo logró desembolsando una buena suma para pintar todo un sector suburbano de distintos colores. Vació con sus mejores armas muchos de los primeros planos más clásicos y reconocidos del cine infantil. Robó corazones poniendo a Winona Ryder como anciana, a Anthony Michale Hall como rebelde, a Kathy Baker como una vecina ninfómana, a Diane West como una vendedora de Avon incomprendida, y a Vincent Price como un inventor que tiene poco tiempo para terminar sus obras. Y listo. Y todo lo quedó tan sencillo. Podría decir que la fábula perfecta sobre la humanidad moderna queda expuesta en los primeros 15 minutos del film. Sí. Soledad. Miedo a lo desconocido. Y más absurdo aún: miedo a lo diferente. Podría emocionarme mil veces otra vez viendo cuántos tipos de corte de cabello se le pueden hacer a un perro o a una vecina.

Johnny Depp está perfecto. El traje de buzo ninja y sus ademanes de robot autómata le hacen creíble todo. Los aciertos en el personaje producen una lástima que no incomoda y le sostienen a uno para no apagar la tele. Edward tiene que lavarse las manos con aceite y se desvanece si toma una bebida fuerte. A mi me da mucha ternura el hecho de que cuando pierde los estribos, en vez de cometer un homicidio múltiple, se dedica a hacer una escultura de hielo o a asustar a la vecina religiosa. Reconoce que no quiere ser un estorbo pero su propia naturaleza le convierte en uno. Y ahí es donde yo me sentí bien cuando la vi por primera vez. Quizá uno se identifica con muchas cosas, pero la tolerancia del personaje es única. El modo en que guarda sus navajas para mejor romper los colchones por un susto involuntario o para comer chícharos sin poder lograrlo siquiera, es algo que a mí me sigue dejando pendejo. Éso y que al final, por ser tan estúpidamente voluble la sociedad, termine siendo un crímen la rivalidad que hay entre un bully rico y cobarde y un adolescente que no comprende la diferencia entre crema revitalizadora y una máscarilla herbal.

En fin, de que si Burton tiene otra idea así, yo lo seguiré dudando. Ahí se agotó y todo se fue viniendo abajo. Y no "viniendo abajo" pensándolo como un tipo acabado y sin imaginación. Big Fish entretiene a pesar de su toque melodramático que se antoja tramposón. Pero el nivel es increíblemente diferente. Nunca me gustó el Planeta de los simios y menos podría tener buenos recuerdos de sus juegos a lo Mario Bava en Sleepy Hollow. No negaré que la realización de Ed Wood es un mapa del Hollywod weird de los cincuentas que nadie debe perderse. Y que claro, debo reconocer, si te vas para atrás vas a ver Beetlejuice espantando con su 4.5 centímetros de altura a toda una familia americana y eso va a ser muy bueno. Pero sin ir más allá, en Edward Scissorhands se calcó él mismo para nunca salir de ahí. Por vez primera, siento que en una película de clasificación "A", lo torcido, lo darkie, lo sensacionalista, el pop de cementerio, tuvo éxito. Y eso nunca lo entenderé bien a bien, pero qué más da. A mis padres les gusta, pero no podrían ver Vincent, por ejemplo. Todo es tan perfecto para contarse. Yo podría ahora contárselo a mi sobrino para mandarlo a dormir (con reservas de que su mamá me ponga unos putazos) y podría hacer un giro en la historia que me deje más satisfecho: que de algún modo, Edward se quede con la chica.

¡Mira que buena idea! Ahora mismo se la voy a contar.

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99. Forbidden Zone (1980, Richard Elfman)

viernes, octubre 01, 2004


Yo solía ver Late Night Black and White en Cartoon Network, un producto nacido de la bien fundamentada creencia de que el canal tenía más audiencia adulta que infantil, en una época en la que todo el proyecto todavía era un ejercicio de nostalgia y revisionismo. Con los cambios de dirección del canal, el programa desapareció, pero yo quedé enganchado con la animación de principios y mediados de siglo, en particular con la de los hermanos Fleischer. Popeye, Betty Boop, Bimbo, todos ellos me parecen fascinantes, antes de que el color y el código Hays se los comieran vivos.

Los Fleischer eran particularmente... surreales en sus caricaturas. Las historias en su mayoría consistían de viñetas unidas por un número musical, llenas de movimiento y sinsentidos, donde las piedras cantan y las casas se arrancan corriendo. Me encantaban. El surrealismo en el cine siempre me ha parecido comiquísimo; Buñuel me mata de risa. El cartesianismo ha enseñado a casi todo occidente a razonar y ordenar, y cuando se trata del surrealismo, siempre es una batalla por tratar de explicar tanta locura, encontarle subtextos y su "verdadero significado". Me cuento entre la pequeña minoría que ante estos experimentos simplemente se deja llevar, maravillándose de tanta inventiva.

Forbidden Zone me encanta por esto. La familia Elfman tomó el espíritu de las caricaturas de los Fleischer y lo plasmó en poco más de una hora en blanco y negro, con todo y el fantasma de Cab Calloway colándose por ahí. La historia no es realmente importante, ya que está ahí sólo para unir una multitud de secuencias bizarras. Algo acerca de una familia que se muda a una casa cuyo sótano tiene una puerta que da a la Sexta Dimensión, la "Zona Prohibida", donde se puede encontrar.... um, un sapo bailaín vestido de frac, una princesa que se pasea todo el tiempo en bragas, un candelabro humano, Tatú (de La Isla de la Fantasía) como el rey de la Sexta Dimensión, y Danny Elfman como el Diablo.

Lo que en realidad me llama la atención es el desenfado e ingenuidad con la que van apilando elementos que no vienen al caso y que finalmente se sienten naturales, como parte de una realidad en la que todo se vale. Los números musicales son particularmente impresionantes, en los que los mayores efectos especiales son unas animaciones gilliamescas. Danny Elfman se roba el espectáculo, y su influencia puede notarse hasta en el tour ZOO TV de U2, donde Bono le copió su imagen del Diablo para el personaje de McPhisto.

Tiene un nulo sentido comercial, fue hecha a base de puro sacrificio con un presupuesto ínfimo, y es toda una obra de amor para acaso capturar los bizarros sketches que se aventaba la banda familiar, The Mystic Knights of the Oingo Boingo. A veces me pregunto, con algunas películas, por qué diablos fueron hechas en un principio, o quién habrá sido su público meta. Después de ver esta película, agradezco que haya cintas que se hagan sin ninguna razón aparente.

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