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77. Bubba Ho-Tep (Don Coscarelli, 2002)

lunes, enero 01, 2007
Bubba Ho-Tep

¿Quién era tu abuelo?

Siempre he pensando que es una cruel realidad de la vida que, al momento de tener hijos, hombres y mujeres deben dejar de lado su identidad, su egoismo, para centrar el universo ya no en ellos mismos, sino en sus retoños. Si quieren ser moderadamente buenos padres, al menos. De ahí en adelante, la mayoría de las cosas que hagan no serán en beneficio propio, sino para ayudar a sobrevivir a sus hijos hasta que ellos puedan valerse por sí mismos. De que existe un grado de satisfacción en este hecho, no me queda duda; de hecho muchos dirán que la recompensa es mucho meyor que lo que se deja atrás. Pero no puedo dejar de pensar que a menudo la paternidad viene acompañada con el abandono de sueños, de dejar de ser uno mismo para ser conocido sólo como el padre de alguien más.

Y bestias egoístas como somos los hijos, partimos de su lado después de casi haberlos secado por completo. No hay muchas posiilidades de que todos esos planes que hicieron a un lado cuando nacimos puedan reanudarse, primero  porque quizá carecen del ímpetu loco de la juventud, pero principalmente porque la crianza los ha sujetado a un estilo de vida dificil de sacudir. Por años se dedicaron a nosotros, y de pronto, aun seamos los hijos más amorosos del mundo, ya no cuentan con nosotros... ni consigo mismos. Cuando el rol de padre se acaba, para la mayoría de ellos sólo resta esperar el rol del abuelo... si bien les va.

Y llegamos al mundo conociendo a nuestros abuelos sólo como eso. Llegamos demasiado tarde como para saber que a la abuela le gustaba escribir poemas a los quince años. Quizá encontremos indicios de que el abuelo tenía una papelería, pero nos será más difícil saber que de niño lo que más quería era ser doctor. Si nos va bien, conoceremos sólo bondad y mimos, y si nos va mal quizá suframos varios años temiendo la sombra de un hombre hosco e imponente. Pero es raro que se nos cruce en la cabeza que ello alguna vez fueron jóvenes como uno, de quienes se podía decir algo más que son los padres de nuestros padres.

Bubba Ho-Tep es un cuento agridulce que no le gustó a casi nadie porque era demasiado serio y profundo para una filme de fantasía, y demasiado bizarro y descabellado para ser aceptado como drama. En la cinta, Bruce Campbell interpeta a Elvis Presley, quien en realidad no murió, sino que pasa aburrido los últimos días de su vida en un asilo para ancianos. Desde luego, nadie le cree: todos saben que él es en realidd Sebastian Haff, un talentoso imitador de Elvis que vino a caer al asilo tras lastimarse la cadera durante una presentación. No ayuda el hecho de que la única persona que le cree que es Elvis es un compañero de asilo, negro, en silla de ruedas, llamado John F. Kennedy, quien también afirma que los libros de historia están equivocados: la CIA lo escondió, le cambió el color de la piel, y le llenó de aserrín el hueco que la bala le dejó en el cráneo.

No sólo tienen en común el hecho de que nadie cree sus verdaderas identidades: juntos descubren que al asilo ha llegado una momia egipcia que se alimenta de las almas de los ancianos que habitan en éste.

Desde luego, con sólo este sumario cualquiera esperaría una divertida comedia de terror similar a Evil Dead. Pero hasta ahí llega lo inverosímil del escenario: la cruzada de Elvis y Kennedy por derrotar a una momia en un asilo para ancianos se desarrolla en un tono reflexivo y melancólico, y aunque nunca se toma demasiado en serio, realmente nunca alcanza los niveles de comedia histérica que muchos esperaban después de ver los primeros trailers.

Inicia, de hecho, de manera muy deprimiente. El punto de vista de Elvis no ha de ser distinto al de muchos ancianos: relegados casi las 24 horas a una cama, viendo las mismas cuatro paredes todo el día, sin que nada varíe nunca y los días se escurren rápidamente sin propósito alguno. De vez en cuando alguien llega a darle cuidados hablándole como a un crio de pecho, a darle la papilla en la boca, a cambiarle los pañales. Es evidente que muchos de los ancianos del asilo se han dado por vencidos, y sólo viven en nombre, porque lo que realmente hacen es esperar el fin. Pero a Elvis algo todavía lo carcome por dentro. Como dice Richard Farnsworth en The Straight Story: "lo peor de ser viejo es recordar cuando fuiste joven", y Elvis puede recordar cuando lo tenía todo. Lo llena de amargura el saber que pasa sus días postrado, olvidado, con todos esos recuerdos, sabiendo quién es él, pero tratado como un estorbo más al que hay que cuidar como infante. 

La momia se roba las almas de los ancianos, explica Kennedy, porque no encuentra resistencia alguna.

Cuando Elvis se lanza a la caza de este espectro chupa-almas, con todo y andador por su cadera mala, es una imagen poderosísima. Declara: "¡No me voy a quedar quietecito, inválido para que me lleven, porque no estoy muerto!" Todas esas cosas que fue alguna vez, no hay razón para dejar de serlas. Sigue siendo él, Elvis, y desde luego que puede patearle el trasero a una momia milenaria. Mi parte favorita es cuando se encuentra fuera del asilo, investigando las razones por las que la momia ha llegado justamente a su asilo. Una enfermera le habla con tono condescendiente: "Ándele señor Haff, no ande jugando el valiente, metase que le va a dar gripa". Elvis explota y le ordena que le deje de tratar como a un bebé, y la enfermera palidece y se marcha indignada. Cuántos hombres en el final de su vida han tenido que aceptar convertirse en un chiste, un ser inofensivo que no puede valerse por si mismo, y al mismo tiempo recordar todavía el haber luchado en la guerra o todas las mujeres que conquistaron. ¿Qué cambió? ¿Deja uno de ser todo eso hacia el final? Puede que el cuerpo ceda y nos traicione, pero ¿la voluntad de ser y hacer tiene que derrumbarse también?

Es una broma cruel, el tener que abandonar tanto para dedicarnos a crear nuevas generaciones, para que al final esas mismas generaciones nos hagan de lado, se rían, se harten de uno. ¿Cuál es la solución, no tener hijos? No, simplemente... no olvidar. Al final de la vida tener el orgullo suficiente para definirnos como algo más que un sector demográfico o el pariente de alguien más. Y tratar de ver en ellos el pedazo de vida que se quedó guardado cuando graciosamente nos cedieron su lugar en esta vida.

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78. Hable Con Ella (Pedro Almodóvar, 2002)

viernes, septiembre 16, 2005
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Un hombre que ve una obra de teatro comienza a llorar inexplicablemente. Delante de él, una escena que se muestra inconclusa, como una nube gris, es parte de una pieza de teatro famosa que sirve de introducción a algo muchísimo más tétrico. Dos mujeres se baten a duelo de actuación. Una, muchísimo mayor, y con los cabellos hirsutos, hace una mímica espectacular, única; la otra, al fondo, imita a un ritmo más lento, entrecortado, como si quisiera ser un reflejo; enmedio de las dos, de traje negro, desesperado, un tipo les va quitando unas sillas para que no se lastimen. Todo se mueve con una sencillez inefable; bien orquestado, frágil, a veces inverosímil, a veces incomprensible. El hombre que llora tiene a un tipo al lado que se da cuenta de que algo anda mal. Pero para los que ya estamos dentro de "Hable con Ella", la obra maestra de Almodóvar, supondremos en segundos, que ese tipo que se da cuenta de las lágrimas del otro, tendrá que callar muchas cosas en el transcurso de la película.

Cual cuchillo que corta un queso, la sencillez con la que "Hable con ella" se desarrolla, siempre me ha dejado frío. Aún cuando dudo del hecho de que "Todo sobre mi madre" me haya sacado más lágrimas y todavía aún después de tener por encima de muchas obras del cine español, a ese dramón negro que es "La Ley del Deseo". "Hable con Ella" parece ser arrancada de un instante que se pensó con mucha astucia. La idea de tener a un personaje femenino en coma que diga tanto y demasiado en una historia donde ni siquiera adquiere el protagónico, es un reto que se ve consumado sin ningún reproche. El romance que sucede a la ignorancia. La soledad, fruto de la incomunicación. Los motivos sentimentales que siempre son excusas para olvidar la errata, el tropiezo. Tapar el miedo con las manos y hacer de un día normal de enfermería, una odisea personal secreta.

Bajo esa circustancia, Benigno es quien más me gusta en la película. Logra ser el enfermero perfecto con muy pocas herramientas y con un sentido del humor amanerado fuera de lo común. Su grito a gran volúmen no es otro que vivir de cerca el amor que no debe ser imposible. Aunque para esto tenga que pagar trágicamente escarmentando una sóla vez en su vida. Pero Marcos, por el contrario, es el hombre de mundo que se quedó en el lugar equivocado cuando por error vio en la televisión algo que no debía. Su tragedia muta en cosas que no tienen que ver con las mujeres y sí más con sus propios fantasmas y su soledad. Cuando ambos tienen que arreglar las cosas para poder seguir, es claro que Benigno tiene el mapa más amplio para destrozar a su gusto. Y eso es precisamente lo que me encanta. El giro que da por encima de los personajes. El Azar.

Lydia es una torera y como tal se expone a lo peor dando el cuerpo en el ruedo; se aleja de sí misma por ese craso error en la voluntad (hincarse demasiado pronto o demasiado tarde, qué se yo) que la enfrenta contra la bestia, tendiendo desde ahora a ver las cosas desde otro ángulo; aunque su participación en el film, después de eso, se dibuje como un garabato mudo que tenía muchas cosas que contar "antes de". Alicia, sin embargo, está sobre otro juego súbito en donde no estaba arriesgando nada, dando absolutamente nada, ni atreviéndose a algo. Alicia era sólo una bailarina que se la jugó sin querer saliendo un día lluvioso a ninguna parte. Ambas, luego de verse cara a cara mientras toman el sol, me conmueven como no tienen una idea. Son dos mujeres que por situaciones increíblemente dispares, van a marcar de por vida a los otros ( o quizá nada más a uno), a los que tienen la oportunidad de "hablar" y encontrar la salida del laberinto.

Al final, cuando parece que todo está perdido y los placeres culpables llevan a una trágica caída, el mundo "deadeveras", ese mundillo abyecto en donde las cosas parecen más un traspatio de los sentimientos ocultos que valen la pena, el filme de Almodóvar es un banquete tan sórdido, maravilloso, y tan terriblemente desgastante, que si bien no pretende involucrar a 4 personajes para redescubrir las maravillas que logran la buena comunicación y el lenguaje entre los seres humanos, es por mucho una visión hermosa y mágica, de lo que "yo te quiero decir a tí pero no puedo", y lo que "nos tenemos que decir inmediatamente".

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79. God of Cookery (Stephen Chow y Lik-Chi Lee)

jueves, septiembre 01, 2005


Sí, a Stephen Chow también lo picó el síndrome de Mickey Mouse. Está en vistas de conseguir el estrellato internacional después de Kung Fu Hustle, y para lograrlo tuvo que hacerle algunos cambios a su rutina. Buenos cambios, en su mayoría. Pero algo falta.

Si hacemos un diagrama de Venn de su filmografía, veremos que en God of Cookery se concentra todo lo bueno de Stephen Chow. Es la última cinta que hizo con un formato que le había funcionado de maravilla en su tierra: la historia de éxito, caída y redención. En ese punto de su carrera, la fórmula estaba refinada con precisión de cirujano. Chow como villano carismático cuya soberbia y prepotencia le impiden ver que entre su séquito tiene a sus enemigos, hasta que le tienden una cruel emboscada. La humillación, el estar en el otro extremo del puntapié. La caridad desinteresada de una joven, quien lo ayuda a recuperar su lugar pero ahora con una distinta visión del mundo, distintas razones para estar en la cima. Es una fórmula triunfadora de piedad y simpatía.

Es, sin embargo, una fórmula que probablemente no volverá a utilizar jamás. Así como quizá Jackie Chan desearía destruir los negativos originales de The Killer Meteors, Stephen Chow ya no puede darse el lujo de interpretar a patanes y rufianes por mucho que cambien al final de la cinta. Ahora la simpatía la cosecha en base a orígenes humildes, al hombre pequeño con talento pero sin suerte, cuyo buen corazón lo hace triunfar al final. Al menos esa es la línea que comparten King of Comedy, Shaolin Soccer y Kung Fu Hustle, si bien los personajes no son del todo idénticos. De todas maneras, es una lástima: el Stephen Chow diabólico es tan o más gracioso que su versión limpia y buena. En God of Cookery apuñala a meseros en el trasero con un tenendor porque se equivocan con su vino, patea a una horrorosa colegiala haciéndola volar varios metros y hasta bien entrada la película sigue huyendo de su benefactora, una mujer buena, valiente y espantosa. Mientras está en el lado oscuro es que se puede ver un humor pertinente a sus indulgencias, como el niño que le dice algo simpático a una hormiga mientras, entre carcajadas, la quema con una lupa.

Así como God of Cookery es la última película en la que decidió interpretar al villano castigado, ésta es también la primera en la que se observa por parte de Chow un esfuerzo consciente por dirigir una cinta que se alejara del doble sentido de su filmografía anterior, a favor de un humor más visual y universal. La primer película que dirigió, Love on Delivery, tiene la reputación de ser una de sus cintas más hilarantes... si uno entiende cantonés. Cuando yo la vi, con mucho esfuerzo llegué a comprender que la mayoría de los chistes tenían que ver con expresiones locales, sobrenombres de genitales y parodias de novelas. Como ésta, muchas de sus viejas películas se mueven entre el doble sentido, el chiste local o, si la película fue dirgida por Wong Jing, el pastelazo de caricatura tan favorecido en Hong Kong.

Afortunadamente, God of Cookery explota el estilo de comedia único de Chow, uno que en gran medida se basa en las expresiones de su rostro y la manera en que recita sus diálogos. No estorba tampoco el hecho de que la cinta no se carga completamente sobre él, sino que se ha rodeado de un cuadro de personajes interesantes por derecho propio. De hecho, algunas de las mejores carcajadas no las produce Chow, sino el pandillero que siempre anda sin camisa, el temible monje que lo aprisiona en el monasterio o el malencarado gangster rival retozando en la playa. No sé si compartir abiertamente los reflectores sea una muestra de humildad por parte de Stephen Chow o si fue su interés como director desde un principio, pero al hacerlo le dio una fluidez de la que carecen muchos de sus trabajos anteriores, que para sostenerse lo tenían a él de único pilar. Por primera vez, para ojos extranjeros, el cine de Chow es divertido de principio a fin. Permanecen algunos giros del lenguaje aquí y allá, pero son minoría ante la andanada de gags visuales y situacionales.

Ah, no puedo evitar mencionarlo: sale mucha comida en la película. Hermosa, colorida, bañada en un brillo dorado, como fotografía de restaurante. Nunca un huevo con carne y arroz se vio tan apetitoso.

Resumiendo: God of Cookery fue la última cinta de Stephen Chow en utilizar un formato probado y exitoso, y la primera en deshacerse del humor localista que impedía su éxito a nivel internacional. Desgraciadamente, es también la última en la que vimos al Stephen Chow deliciosamente cruel. Como le pasó a Mickey Mouse, Jackie Chan y Cantinflas, la popularidad lo llevará cada vez más lejos de sus inicios como un patancillo pendenciero hasta lograr la imagen pulcra de todo ícono. Aún cuando eso suceda, yo guardaré por siempre la imagen de él queriendo vendernos un cochino hueso por 100 dólares.

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80. Frantic (Roman Polansky, 1988)

jueves, agosto 11, 2005


La primera vez que alquilé Frantic en un videoclub que ya no existe, me quedé dormido mientras la veía. Fue en 1989. Yo iba buscando aquella de Frank Sinatra llamada "The Manchurian Candidate" pero el dueño, un tipo bastante rudo y conocedor, me recomendó eufórico alquilar Frantic, que para variar, ese día tenía 4 copias y todas estaban disponibles, a lo que a mi, por supuesto, me parecio bastante sospechoso. La portada no era atractiva, y los nombres del reparto estaban para llorar (Harrison Ford acababa de hacer "Witness" y Emmanuelle Seigner era una completa desconocida). "Die Hard" estaba de moda, y la mayoría de la gente prefería ver cómo le era cortada la cabeza a Andy García en "Black Rain". Entonces, lo de Frantic era improbable. Todo. Nadie la rentaba, nadie se enteraba, nadie podía darme una opinión.

Después, mucho tiempo después, un amigo me la prestaría en divx. Tenía una especie de introducción de la BBC donde era catalogada como: "el mejor sucesor de Hitchcock en el cine moderno"; las apuestas estaban duras, por los cielos, yo ya quería verla, y encandilarme con ella. Así que me senté frente a la PC, la puse y me gustó. Me gustó mucho. Creí que antes de ser un sucesor, Polansky era un adulador de la obra de Hitchcock, un teórico del suspenso. Los elementos me parecieron genuinos. La parodia americana al juego de palabras frances me daba mucha risa (confundir Gin Tonic con Gym Tonic). La puesta en escena de un París underground lleno de droga y techno me encantó. Los giros tan fatalistas y las caras de desesperación de Ford no sólo me hizo creer que ya no era el Han Solo de toda su filmografía, sino que apenas hasta ese momento lo empecé a considerar como un estupendo actor. Todo tan bien orquestado, tan bien sugerido, tan bien contado, que no pude más que arrepentirme de haberme quedado dormido aquella vez.

Pero creo que al final pude disfrutarla como se debe. En aquel entonces, muchas de las situaciones me hubieran parecido abstractas. El humor y la manera con la que Polansky rueda sus films no es un patrón que muchos siguen hoy en día. Es único. Tiene esa actitud por empeorar los momentos violentos con un sonido fuerte, una iluminación austera, y un terrible, inimaginable, nivel actoral. Explota con una facilidad increíble, momentos que en el guión parecerían a simple vista muy dispersos. La escena de Harrison Ford donde habla con uno de sus hijos es desgarradora, pero la verdad es que es un momento inverosímil si se lee ya escrito. O aquel donde se lía a golpes con uno de los agentes fronterizos y es derribado de un puntapié, no tendría categoría ni de cómica si se planea filmarla en una sola toma. Polansky tiene su propia visión del cine. No recuerdo haber despreciado una película suya. Y no recuerdo tampoco haber sentido antipatía ante alguna de sus historias.

De Frantic no se puede contar nada porque cualquier cosa que salga de cualquiera se convierte de inmediato en un megaspoiler. Si se sabe de dónde parte el punto argumental, la película se te cae de las manos; si llegas con al menos la idea principal, ya llevas ganado mucho terreno, y ya no es tan divertida. Dejémoslo así. Lo que nos deja Frantic, antes de ser (según muchos) una crítica social de dos culturas muy diferentes (una decadente y otra muy ofensiva) es contarte de nuevo una trama que no te deja respirar. Ajá, ese tipo de juegos otra vez. De esos que ya no hay. Polansky se redime después de su jueguito familiar en "Pirates" y se prepararía para hacer el agujero más extraño de su carrera: "Bitter Moon" (que, cabe decirlo, soy también un fan de esa historia); y se convierte, sin pensarlo dos veces, en el hombre más buscado de Estados Unidos por muchas razones. Unas que le rebasan su propia obra, y le alcanzan a su propia persona.

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81. Story of Ricky (Ngai Kai Lam, 1991)

jueves, agosto 04, 2005


Ya no frecuento el cine estos días, porque aparentemente vivimos en una sociedad que considera ir al cine una actividad social. No lo entiendo. "Ir al cine" se ha convertido en el equivalente a "ir a tomar un café", en donde la práctica nominal cuestión es irrelevante, y ofrece sólo un marco en el que se pueden realizar otras actividades. Lo cual es simplemente imperdonable. Trastoca todo el sistema de creencias por el que me rijo, comenzando por aquella que dice que el cine demanda todos nuestros sentidos para envolvernos en una experiencia única, personal, que te aleja por un par de horas de una vida a veces dolorosamente real para ofrecerte una pequeña catársis. Esta comunicación entre obra creativa y espectador se violenta con las carcajadas estúpidas de colegialas aburridas, comentarios ociosos de ancianos que tienen que expresar verbalmente todo lo que les cruza por la mente, y cuchicheos de parejas que sólo buscan un lugar oscuro y fresco para compartir con toda la sala sus muestras de afecto. Es una cachetada a medio trance, una patada a los huevos a las puertas del Nirvana.

Y, sin embargo, hay películas que sólo pueden disfrutarse plenamente en compañía de otra gente, con amigos, con una constante participación verbal. Va sin decirse que aquí se incluyen todas esas películas que de tan malas resultan buenas, donde cualquier intento serio de su parte de comunicar un mensaje quedó sepultado bajo sus deficiencias técnicas. No hay culpa en reír y comentar constantemente sobre las fallas del Star Wars turco, porque nadie en su sano juicio espera encontrar profundidad en algo así. Me gusta llevar estas películas a casas de mis amigos cuando sé que va a haber un grupo grande, porque son experiencias que pueden disfrutarse comunalmente: Manos: The hands of Fate, Robovampire, El tesoro de Bruce Lee, Story of Ricky...

Pero Story of Ricky es diferente. No creo que sea una película mala, sino una tremandamente consciente de lo que es y a quién va dirigida. Es una traducción fiel de la hiperviolencia absurda de un manga, indistinguible de entre otros miles similares, sin ninguna pretensión de dignificarlo o reinventarlo. Si un cuadro del comic describe cómo Ricky le atraviesa la barriga a un enemigo con el puño provocando que le exploten las tripas, el director Ngai Kai Lam hizo todo lo posible por trasladarlo a la pantalla grande con los recursos que contaba: un montón de extras filipinos, látex barato, trucos de cámara y jarábe de maíz teñido de rojo.

La historia es unidimensional, como casi todos los mangas: un misterioso personaje, Ricky, ingresa a una prisión privatizada, donde no puede evitar luchar con toda la injusticia que impera dentro de sus paredes. Bla bla bla, la prisión tiene cuatro minijefes con habilidades especiales, más los dos jefes finales. No hubiera sido un mal videojuego de finales de los ochenta.

El resultado es una fantasía masculina que es a la vez gráfica e infantil, justo en el punto medio al que desean llegar Quentin Tarantino (tímido) y Takashi Miike (extremista). Story of Ricky cuenta con toda seriedad una historia absurda, como si fuera lo más natural del mundo. Lo que encuentro más interesante es que al finalizar la cinta, existe un común acuerdo entre los espectadores que lo que provoca las carcajadas no son los primitivos efectos especiales, sino el inesperado afán de la cinta por lograr una hipérbole realista. Puños, patadas, sangre, ese tipo de cosas son predecibles; pero globos oculares saltando de cuencas, caras arrancadas, estrangulaciones con intestinos, tendones amarrados con los dientes, brazos hechos pulpa de un sólo golpe, son el tipo de maravillas que uno no espera ver en una película de artes marciales. A la media hora de haber iniciado, todo el cuarto estaba atento a la película, deseando saber con qué otro truco iba a salir a continuación.

Story of Ricky no funciona de otra manera. La vi por primera vez en mi cuarto, mientras comía tacos de frijoles con chorizo y repasaba un cargamento de películas que habían llegado ese día de Hong Kong. Las audacias de la película me iban provocando risitas, pero para cuando terminó, me estaba ahogando. No de la risa, no con el chorizo, sino con las posibilidades. Es una película que quieres mostrarle a tus amigos lo antes posible. Es, válgame el cielo, una actividad social, porque la cinta pide a gritos ser vista por jóvenes que aúllen y se retuerzan en el suelo ante sus gracias. Parte de la experiencia es que, una vez terminada la película, te pregunten dónde la conseguiste, mientras los demás se la pasan dicendo “estuvo genial cuando...” para luego estallar de la risa. Es una cinta inclusiva, que descarga todo lo que tiene a cambio de la participación de su audiencia. Sólo así se completa el cuadro.

Pero conste que es la excepción. Si alguien está hablando en el cine y siente un piquete en el cuello, más le vale que vaya a checarse con un doctor y que escarmiente de una vez por todas. Cuidado.

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82. One, Two, Three (Billy Wilder, 1961)

sábado, julio 16, 2005
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Crear un personaje neurótico parece tan sencillo. A decir verdad, yo no sé cómo, pero parece cosa de niños. Si se le añaden canas, muecas, dengues, gestos, puedes sacar sin ningún problema a un Michael Douglas promedio. Groucho lo sabía cuando entraba a un set sacando su puro y blandiendo una sombrilla. Dibujar la neurosis en el cine no debe requerir, pues, de mucho trabajo. Y creo que en el peor de los casos lo más difícil sería meter a un enfermo mental consumado a que haga unas cuantas líneas. O peor aún, que el film mismo sea visto por millones de personas y que, en su conjunto, lo que se haya armado no sea otra cosa mas que un manicomio espectacular y peligroso. James Cagney lo era. Un cuadro de dos escenas dispares. Podía ser un almirante asesino a bordo de un trasatlántico o bien un padre cariñoso que sólo muestra su euforia cuando no le llega el periódico.

Uno de los directivos de Coca-Cola, C. P. MacNamara, residiendo en Berlín, negocia una franquicia en Rusia para llevar allá el líquido de la libertad. Hay roces con los comunistas y el plan parece caerse. El jefe central, quien es un tipo muy bravucón, de la noche a la mañana decide mandar a su hija rebelde de vacaciones a Alemania. Pide de favor a Macnamara que la cuide y que haga de su estancia, un verano inolvidables. Cuando la hija desaparece y regresa casada con un comunista del lado oriental, la situación se va poniendo pesada. En un arrebato de venganza, Macnamara tiende un plan para dejar "inhabilitado" al aleman transgresor, sin saber que la esposa, una chica bastante "madura" a sus 17 años, está embarazada. Todo esto, en un país que la acuna como non-grata, y con un esposo a punto de ser sacrificado.

Esto pasó en una época en que filmar una escena de un asesinato en un baño parecía absurdo para cualquier productor cinematográfico. Y pasó luego de anunciar la última película en la carrera de Cagney como protagonista. Billy Wilder llevó al cine la comedia de Ferenc Molnar "Uno, Dos, Tres", que aunque entrañable, era más bien una comedia pragmática: se podía conseguir, a partir de chistes dulzones sobre coca-colas, rockandroll, y vestidos de lunares, una crítica dura y estrepitosa sobre la época en que se erigió el muro de Berlín y las no muy buenas relaciones que había entre Rusia y Estados Unidos. Vaya, lo de siempre. Sólo que, a una distancia bastante considerable en años, los chistes parecen ser, ahora, más bien automáticos y vulgares. Sin embargo, en un plano (lo que nos viene interesando al fin y al cabo) actoral y de montaje, Wilder consiguió, luego de hacer varios thrillers suculentos, reinventar su trabajo con un tinte que él terminó dominando: el teatral.

Billy Wilder posee un don para cautivar creando dentro del mismo mito de la historia, elementos que son clásicos en la cultura pop. Dio a Marylin Monroe sus mejores momentos, y consiguió filmar, uno de los noires más famosos de la historia: "Sunset Boulevard"; siempre con una fuerza diluviana, sin detenerse mucho a enmendar los huecos, preso de sus propias reglas narrativas; escandaloso, sucio, violento. En esta película, partiendo de chistes tan raros que no manejarían gente como Cukor o Mcarey, -como el del guardia de la frontera que abre la coca cola rompiendo la botella del pico, o la foto de Stalin que se revela en la escena del strip tease- Wilder no deja que uno respire ni un segundo, en toda esa montaña rusa de golpes bajos a lo absurdo de los conflictos entre naciones; a lo ridículo que es la transculturización; a lo abyecto de las relaciones personales con intereses de por medio; y a lo ruin que puede ser manifestarse tan grande y ser en realidad muy pequeño.

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83. The Other (Robert Mulligan, 1972)

viernes, julio 01, 2005


The Other ocupa un lugar en mi cabeza justo entre la tira de Calvin y Hobbes y un episodio de Ray Bradbury Theater llamado "The Screaming Woman". Una regordeta Drew Barrymore pasaba sus solitarias tardes jugando en los bosques que su casa tenía por jardín, tal y como aquellos donde Calvin y su tigre gozan practicando Calvinball o saltando pequeños desfiladeros. La imagen de una infancia en la América rural siempre me ha parecido pintada con tintes de una insondable soledad y el mundo de fantasía que ésta exigía en pequeños que no tenían mucho con qué entretenerse durante los largos veranos. Hasta antes de ver esta película, este cuadro me mostraba una niñez increíblemente feliz o increíblemente aburrida. The Other también presenta un niñez increíble, pero por razones mucho más perturbadoras.

Uno de esos raros ejemplos del gótico americano a través de los ojos de un niño, The Other narra la historia de dos gemelos de 9 años, Niles y Holland, que viven con su familia en una granja de Connecticut. Los dos niños juegan en el campo, entreteniéndose con sus propios medios y haciendo travesuras, casi todas iniciadas por Holland mientras que Niles acaba recibiendo el regaño. Niles siente que hay algo perverso en su hermano, quien prefiere evitar la compañía de su familia y gusta de refugiarse entre las sombras de un ático oscuro. Siendo niños, los adultos no sospechan de ellos, pero cuando las travesuras comienzan a salirse de control y comienzan a sucederse las tragedias, Niles acude a su sabia abuela, quien podría ser la única capaz de detener las crueldades de Holland.

La historia de dos hermanos gemelos en un escenario rural de los 30, se acerca a simple vista a uno de esos idílicos filmes de Disney (del tipo que odiábamos de niños, por no ser animados). Una de esas historias inspiradoras donde la infancia comulgaba con la belleza del campo y sus simples placeres. Mulligan no se preocupa por precipitar los acontecimientos, tampoco, y mantiene un ritmo tranquilo, apacible, dando a la película la apariencia de entretenimiento familiar de sábado por la tarde. Ese tipo de cintas son las mejores, pues cuando finalmente enseñan los dientes, es difícil desechar todos esos sentimientos que hemos cultivado desde el inicio de la película. Nos encuentra vulnerables, abiertos para los golpes más fuertes, que desde luego, se han guardado para el final.

La primera media hora, debo admitir, revela la edad de The Other, porque cualquiera que ponga atención a la manera en la que está filmada podrá adivinar a los cinco minutos el gran giro que sucede a media película. No es culpa de la cinta: el amor al cine hace eso en una persona, el querer identificar sus mecanismos, y lo que en 1972 probablemente hizo estallar cabezas hoy resulta dolorosamente obvio ¡Sin embargo! Cuenten esa mediana desilusión como uno más de sus trucos de prestidigitación, porque antes del final todavía tiene varios momentos de agudo ingenio y valentía que el cine de hoy no se atrevería a tocar ni de broma.

Sin derramar una gota de sangre, sin un sólo acto de violencia en pantalla, The Other deja una impresión devastadora que dura mucho después de terminada la cinta. Es una de esas películas que me hubiera gustado ver a los diez años, cuando me quedaba viendo películas de la TV con mi papá hasta las once de la noche. En ese entonces no sabía nada de lenguaje cinematográfico, y si me aterrorizó Phantom of the Paradise en aquella época, sólo puedo imaginar el número de meses de dormir con la luz prendida que me hubiera dejado ver The Other hasta el final.

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84. The Man Without a Past (Aki Kaurismäki, 2002)

jueves, junio 23, 2005
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La idea de una película ambientada en un lugar que no es reconocible ni con una lupa a veces me da pereza. Sobretodo si ese lugar está lleno de elementos subjetivos que nada tienen que ver con el propósito del cine: divertir (véase Lars Von Trier). Procuro dar carpetazo a bodrios que juegan o con lo sobrenatural o con la tragedia. Es un inciso que no puedo separar de mí, ni tratándose de gente como Billie August o Theo Angelopolus. "Si vas a hacer llorar a la gente, hazlo sin remordimiento", siempre pienso lo mismo.

Un hombre que pierde la memoria se encuentra en una encrucijada: entender su vida como un ser humano solitario con muchas esperanzas, o buscar a puños y con mucha vergüenza el por qué el destino le ha dejado en un rincón con perros, policías metiches, bandas de rock cristiano, y el primer amor que salva; el juego, que él interpreta como "el juego de la vida", le hace moverse con confianza a la primera opción, sin contar con que, para ganarse lo que quiere, verá su existencia arrastrarse en una prueba sagrada a la que no podría escapar, aun si así lo quisiera.

La premisa de A man without a past tiene ese cariz de apreciación de la derrota. Es un mapa muy vil y a la vez entrañable. No queremos identificarnos, pero por otro lado, queremos estar ahí. A pesar de que cada uno de sus personajes parece que no quieren tener parte en la trama. Ésto, sin embargo, la convierte en una película muy singular. Porque definitivamente, sino hay nada que los mueva a una acción, lo que nos vincula a nosotros se vuelve más abstracto. O uno opta por compadecerse, o por rendirse. Kaurismäki tiene, dentro de este apartado, un catálogo tan grande como un museo. Su orgullo está compuesto de seres solitarios, innombrables, seres con miedo y con un vigor inexplicable, que si bien han sido bautizados como "personajes de la clase obrera", bien pueden ser "mártires sagrados en busca de la redención".

¿No es extraño, luego de que Douglas Sirk hiciera millones con personajes en la lona, que un finlandes consiga las mismas emociones, y permanezca aislado de la fama? Con Kaurismäki siempre viaja una pandilla de desfavorecidos. Ha sido y será, una galería de lo subterráneo. A él le ha parecido tortuoso llevar lo más infame del ser humano a la pantalla para poder convertirlo en algo bello. Según él, el proceso de dirección es lo más nefasto que un autor pueda experimentar, y el pelear con eso, paradójicamente, le ha llevado a la gloria. El toque en sus películas es divino. Incuestionable. Tanto que su "método" ha sido inspiración para otros grandes cineastas como Jim Jarmusch y Emir Kusturica. Un cine hecho de retazos maquiavélicos a los que, vuelvo a decir, uno no está interesado en conocer.

El sujeto que pide, a cambio de un favor, que sólo le volteen el cuerpo boca arriba, si se le encuentra tirado en la playa, es una de las cosas más aterradoras y bellas que he visto en el cine. Su acercamiento al cristianismo o su "lectura" del hombre nuevo, es algo a lo que uno debe estar preparado. Tener estómago. Kaurismäki se revela como uno de los mejores directores contemporáneos sin tener que recurrir a lo que uno está acostumbrado a ver. Y eso, sin duda, le convierte en un capítulo aparte.

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85. Duel to the Death (Ching Siu-Tung, 1982)

jueves, junio 16, 2005


Duel to the Death, pese a tener toda la apariencia de ser una cinta wuxia más de las que proliferaron a principios de 1980 en Hong Kong, es en realidad una de las propuestas más honestas y serias del cine de acción asiático, superando incluso a las más conocidas obras posteriores de Ching Siu-Tung, A Chinese Ghost Story y Swordsman II. Mientras que estas dos clásicos padecen de las mismas fallas que siempren han acompañado el cine de Hong Kong, el melodrama y el errático, inapropiado humor cantonés de pastelazo, Duel to the Death se maneja con asombrosa dignidad y profundidad. Sigue teniendo inverosímiles elementos fantásticos y una edición algo brusca y apresurada, pero en su mayor parte evita caer en lugares comunes y logra presentar con sinceridad el encuentro violento de dos culturas. Un duelo entre el mejor espadachín de Japón contra el mejor de China en una batalla a muerte se traduce en una maravillosa y fascinante cátedra de las diferencias entre el cine de espadas de Japón y Hong Kong, en técnica, caracterización y espíritu.

El nivel más fácilmente identificable es el de las coreografías. Si bien no es del todo rigurosa, la representación de los dos estilos, el wuxia chino y el chamabara japonés, está lo suficientemente cuidada como para que se distinga claramente la naturaleza de los dos tipos de combate. El estilo de Hashimoto, el participante japonés, es uno de trazos largos, rápidos y fuertes: la espada es un arma letal, hecha para matar de un sólo golpe, preciso y brutal. La espada de Ching Wan, representante de China, revolotea con gracia y agilidad: es un arma hecha para duelear, para probar al enemigo, para combatir, no necesariamente para matar.

Los estilos son sintomáticos de los motivos que impulsan a luchar a los duelistas. Ching Wan desea demostrar que su escuela y su país son los mejores, pero es capaz de entender que el combate es un vehículo para alcanzar un objetivo. Una vez que se desvirtúa el torneo al final de la cinta, Ching Wan reconoce que no tiene sentido seguir con el combate. Pareciera que en comparación Hashimoto está cegado por una obsesión necia de combatir, pero sólo está obedeciendo la más antigua tradición de combate japonés, el bushido. Su educación le ha taladrado en su ser que el combate es lo único que importa, más allá de ideales y razones, pues es la única manera en la que se puede confirmar su honor de guerrero. Con la muerte de su maestro, al inicio de la cinta, queda fuera cualquier posibilidad de que el espíritu de Hashimoto se doblegue. Ching Wan al final sólo busca rescatar a su maestro, tarea más importante que cualquier torneo. Hashimoto no tiene a nadie y no tiene nada que perder, e ignorará cualquier obstáculo que le impida vencer en combate. Al final de la cinta, Ching Wan cree que el duelo no significa nada... pero para Hashimoto, lo significa todo.

Como heraldos icónicos, los personajes de Ching Wan y Hashimoto capturan la esencia del cine de acción de sus respectivos países. Ching Wan es un personaje despreocupado, apacible, quien incluso hace gala de sentido del humor, sobre todo en sus escenas con el anciano que lo crió de pequeño. En la primera ocasión en la que podemos verlo en acción, acompaña sus ataques y acrobacias con una sonrisa... sabe de su superioridad y se divierte en el arte del combate, sin llegar nunca a la arrogancia. Su personaje transmite un espíritu aventurero, y es fácil imaginarlo realizando una proeza heróica tras otra. Pese a ser un guerrero, la sangre de sus enemigos es derramada en nombre de la justicia y el bienestar de sus seres queridos.

Hashimoto, por otro lado, es una figura trágica, seria y melancólica. Su introducción pone en claro que se trata de un hombre de buen corazón, que gusta de divertirse, pero cuyo destino es mucho menos optimista. El combate tiene menos que ver con heroísmo y aventuras, y todo que ver con el honor. De acuerdo al credo con el que rige su vida, deberá sacrificar amigos y seres queridos, incluso a Dios mismo, si se interponen entre él y su victoria.

En mi limitada experiencia con el cine asiático, para mí esta dicotomía sintetiza maravillosamente el espíritu del cine de espadas de ambos países. El cine wuxia es uno lleno de un romanticismo heróico. El cine chambara es uno cargado de drama y destrucción.

Entre los duelistas no existe un héroe y un enemigo, sino dos puntos de vista culturalmente opuestos. Para uno, su contrincante es un hombre cegado por una inexplicable sed de sangre. Para el otro, su oponente es un hombre que prefiere sacrificar su honor por ideales insignificantes. Los dos son personajes carismáticos, hombres buenos, los mejores artistas marciales de su país. Pero, vaya, tienen que hacer lo que tienen que hacer. Y el final, trágico y heróico, destructivo y romántico, es una memorable imagen de terrible belleza silenciosa.

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86. Shallow Grave (Danny Boyle, 1994)

sábado, junio 11, 2005
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Parece una película de Hallmark, sobre todo en la imagen. Una imagen borrosa como con un velo blanco; una suerte de paño lechoso. Shallow Grave ya tiene 11 años (¡11 años!) y pienso que ha envejecido más de 30. Y creo que ya ni su soundtrack de proto-ravers se salva. Dos de los protagonistas siguen activos. Uno se transformó en jedi sólo por haber sido un poco similar en los ojos a Alec Guinness; hizo, a mi muy humilde parecer, el ridículo más grande de la historia de Star Wars montando una lagartijota para pelear contra un sith que tenía cuatro brazos; el otro, más humilde pero a su vez un demente sin remedio, se convirtió de la noche a la mañana en el nuevo Dr. Who, y parece que no se tocó el corazón al atar a un poste de tendedero a uno de los soldados de sus filas que había sido víctima de un zombie rabioso.

Cuando fui a ver Shallow Grave en el 95 en un cine que ya no existe, me topé con varios amigos de la escuela que se habían brincado unas clases para irse de pinta. Cayeron ahí con la idea del "cine extranjero" es mejor, "es del otro lado del gran charco" y "viene a un espacio alternativo; hay que ir a verla, no se nos vaya a pasar".

La película no fue, ni en el 95, ni ahora, en un esquema que ya es familiar en lugares como la Cineteca, "una película de arte". Era un noir sobado, común y corriente, con actores y actrices (una actriz, que yo recuerdo, bastante fea y huraña, perfectísima para el papel) que no se les auguraba un futuro, y con una puesta en escena austera y "económica": un último piso de un edificio, un bosque, dos o tres sets que simulaban un despacho contable, una biblioteca, una ferretería y un enfriador de carne. Vaya, un pequeño souvenir europeo que se pudiera emparejar a obras filosas como La Heine y Bernie, que también se presentaron (con mucho, mucho éxito) por nuestras salas favoritas.

Pero lo que la hacía especial, antes de que el director acabara con un grupo de no-muertos en una gasolinera y le marcara de por vida a Leonardo Di Caprio en una de sus más espantosas películas, era la rutina cómica, el gancho al hígado, la traición, los sentimientos que antes de ser expuestos, son un muro impenetrable. Danny Boyle redescubrió, con un guión muy parco, la segunda vuelta de aquel "Tesoro de la Sierra Madre" que hizo enloquecer a un Humprey Bogart, y que daría por sentado la perspectiva oscura de un aspecto clásico en el cine mundial: la amistad. Punto que no abandonaría y que abordaría con un filo más urbano y más decadente, en aquella "Trainspotting", donde otra vez el dinero volvía a por lo suyo.

Y ahí es donde siempre me intrigó el ojo clínico con el que Boyle trataba a la violencia, el mismo que abandonaría en "La Playa" y en "A life less ordinary". Quería pasarse de listo todo el tiempo recurriendo a trucos que eran baratísimos, tramposos, pero que en su contexto valían tanto como el mejor Ferrara o el Melville más brutal. Los pozos en el techo, la escena del cuchillo rasgando el plástico donde está envuelta la maleta, el taladro en la sien, el juguete infantil que cae transformándose en una piedra, la toma aérea del cuerpo muerto, el viejo truco del videotape sin sonido, el desmembrabiento desesperado de un cuerpo bajo una luz roja. Sí, un rasgo muy comun en todas partes, pero tratado con una astucia incuestionable.

Por eso Shallow Grave se saca un diez cuando muchas películas del 94 se sacaban un Oscar valiéndose de lo mismo: la sangre, el dinero, la amistad.

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87. The Unknown (Tod Browning, 1927)

martes, mayo 10, 2005


Me dicen a veces que tal película está muy buena: "tiene unos personajazos". Yo pregunto, "¿y qué tal la historia?" "Está dos tres... ¡pero los personajes!"

Así me desanimo muy fácil. Sí, hay películas que tienen unos personajes muy creativos, muy originales, pero cuando la cinta se sustenta sólo en éstos, no se le puede considerar una buena película. A lo mucho, se le puede otorgar el título de "Estudio de personajes", donde se tiene una o más personalidades interesantes pero la película no hace mucho con ellas. Napoleon Dynamite es una cinta mediocre, pero un estudio de personaje muy disfrutable. Por otro lado, tenemos películas sobre individuos con algún rasgo algo peculiar, donde una historia común se transforma en algo más gracias a este giro único de unos personajes bien formados. Rushmore cae en esta categoría. The Unknown también.

Descubrí esta película hace muchos años cuando la exhibieron en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, como parte de un ciclo de cine silente de terror. El gancho que me convenció de asistir fue la promesa de que se trataba de "La película más extraña jamás filmada". Y sí... de cierta manera, lo es. Holgazanamente se le llama "extrañas" a las cintas de David Lynch o de Shinya Tsukamoto. Ya saben, aquellas de narrativa violenta, elíptica... a veces crípticas, a veces simplemente "densas". The Unknown es otro tipo de bestia. En ningún momento hay confusión, todo está muy claro, de principio a fin. Pero es una historia que jamás, jamás se le hubiera ocurrido a alguien "normal".

Lon Chaney interpreta a Alonzo, quien tiene un acto de lanzacuchillos en un circo. Resulta un espectáculo más impresionante por el hecho de que Alonzo no tiene brazos: lanza los cuchillos con sus pies. El protagonista está perdidamente enamorado de su asistente, la hermosa Nanon (una jovensísima Joan Crawford), quien tiene su propia peculiaridad: una terrible fobia al contacto con los hombres. Parecen ser la pareja ideal, pero el padre de Nanon, el dueño del circo, representa un obstáculo que se debe eliminar del camino, sin contar con que Alonzo guarda un terrible y oscuro secreto sobre su pasado.

Sí, es una descripción muy vaga, y he evitado mencionar algunas desconcertantes revelaciones iniciales, por lo que a simple vista el argumento no parece ser nada del otro mundo. Pero son esos pequeños rasgos, esas pequeñas idiosincracias de los personajes los que van desarrollando de manera natural una intriga que cada vez se va torciendo más y más en una espiral descendente. No es precisamente una cinta de terror, sino una tragedia oscura, donde el alma de Alonzo empuja la historia hacia territorios cada vez más tenebrosos. Tod Browning tenía esa fascinante cualidad de tomar a personajes poco comunes y colocarlos en situaciones cotidianas, a sabiendas de que verlos conducirse como lo harían normalmente no tiene mucha relación con lo que la mayoría consideramos "normal". The Unknown es una tragedia que no funcionaría sin el elemento grotesco único de sus personajes.

El gran logro de la cinta radica en la gracia y naturalidad en la que presenta sus causas y efectos, por más inconcebibles que nos puedan parecer al recordarlos. Como trompos con pequeñas imperfecciones, vemos a estos personajes girar tranquilamente en direcciones impredecibles. Es sólo hasta el destructivo final que salimos de nuestro trance y nos asombramos de lo fácil que nos hemos adentrado en un territorio completamente desconocido, sin darnos cuenta.

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88. Paper Moon (Peter Bogdanovich, 1973)

sábado, marzo 19, 2005
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Yo siempre ví Paper Moon pensando que se había hecho sola. La misma sensación que se tiene cuando se ve una serie vieja. No había color, nunca hubo, así que era creerla como una película arraigada a las costumbres norteamericanas. Una gran manufactura, un gran elenco, unas estupendas actuaciones. Algo clásico. Un interior de un auto, filmado a 60 u 80 kilómetros por hora, perfectamente bien iluminado y un vestuario que cambia conforme al carácter criminal de los personajes. Comedia de enredos, acción gangsteril, escenas sin un solo corte, larguísimas. Cosas de estilo que se dejan ver como una tapa de un envase bien cuidado. Esa es la primera impresión que se tiene de una película elemental en la cultura sureña que para mi sorpresa, fue hecha bajo la ruina personal de alguien que siempre creyó que el cine era una batalla consigo mismo.

El miedo de Bogdanovich con Paper Moon era fallarle a todos. Fallarle a su esposa, a sus amigos, a su equipo, y a todo lo que sentía que podía traicionar dándole un matiz de autor a algo que no estaba seguro de poder completar. Le aplicó un giro de road movie a una novela insulsa, y tuvo que cambiarle el nombre para dejar claro que las cosas las iba hacer desafiando viejas costumbres americanas a la hora de hacer cine. Pensó en una escena que ni siquiera era contada en las páginas, la estudio, le dio forma, tomó fotografías, se inventó una feria rural de mentiras y tomó la decisión. Sin pensarlo dos veces, consutó con Orson Welles -su mejor amigo en ese entonces- y le dijo que tenía en puerta un proyecto que sabía muy bien que no le cambiaría la vida, pero que sería recordado para siempre; que tenía el dinero y que tenía a toda la producción entambada en ello, pero que Addie's Pray era un nombre que no tenía fuerza, que él prefería Paper Moon y que iba con todo par convencer a los productores de ello. Y Welles, que siempre tenía un modo para decir las cosas de golpe, le dijo: "¿Paper Moon? ¡con ese nombre, aunque no la filmases, ya es todo un éxito! "

La historia es sencilla: Addie Loggins es una huérfana que tiene que viajar por toda norteamerica en línea recta al lado del que podría ser su padre, Moses Pray, en una carcacha de dos dólares, estafando a todo el que se ponga en su camino, tratando de llegar a casa de una tía; muchas cosas en el camino les tapan los ojos y les van metiendo en aprietos, hasta que de algún modo, luego de escalar un nivel muy alto en algo parecido a la delincuencia de cinco estrellas, tendrán que verse las caras con algo que no podrán entender nunca, y al final, como una droga que rebota sin el consentimiento de uno, la historia tiene que empezar de nuevo para poder sobrevivir en un sur que se traga todo a su alrededor.

Sin querer, luego de que las cosas fueron tan bién con la crítica y con la taquilla, Bogdanovich se convirtió en un autor respetado, y su fama era tan gorda que le transformó por default, en la persona más interesante del espectáculo. No hay intromisión de él que no sea exquisita. En cualquier parte. Y sin querer, Tatum O´Neal también se hizo famosa. Ganó un Oscar y puso en las nubes el apellido para que muchos años después, tuviera más problemas que Eminem por sus excesos variados. Para sorpresa de muchos ésto la convirtió -Anna Paquin casi la alcanza- en la actriz más pequeña que recibiera dicha presea. Pero su estancia en Hollywood fue breve, y la teoría de que viva en una isla perdida junto con Elvis -vaya, ella vive, pero qué diablos- sigue siendo para mí más válida que todos sus mitos.

Paper Moon tiene algo que todavía no puedo descifrar y que debía estar en este párrafo. Un bloqueo, un sentimiento muy fuerte, una identificación con uno de los personajes. Tenía que cerrar con algo pero siempre me queda una mancha negra cuando quiero hablar de ello. Paper Moon es perfecta quizá por toda esa madeja de situaciones que la hacen muy humana, y que ya puesta en escena, parece que sólo son figuras o muñecos enganchados en palos, dispuestos a contar una historia para hacer llorar. O reír, qué más da. Quizá sea que la relación entre padre e hija me deje tambaleando un poco. O que toda la tragedia sea una condición para esconder cosas que nunca se dicen en el film. Pero de lo que estoy seguro es de que, una narración tan violenta no puede ser menos bella que aquella que se cuenta bajo la frase inicial "erase una vez..."

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